"Las elegidas" Novela ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016

Cuentos Fantásticos y de Terror

Novelas Cortas

viernes, 8 de noviembre de 2019

A veces simplemente hay que animarse


A veces simplemente hay que animarse
Por
Rogelio Oscar Retuerto

Copyright © 2019 Rogelio Oscar Retuerto



A veces simplemente hay que animarse
Conocí a Malena en el 303, en el trayecto que hace entre Morón y San Miguel. Ella debería tener unos dieciocho años (no le pregunto la edad a las mujeres. Nunca fue algo que me interesase. Ni siquiera para entrar en conversación). Yo andaría por los veintiuno. Lo recuerdo a la perfección porque estaba preparando la suite N°1 de Bach para el examen del conservatorio. Malena viajaba parada casi al frente del colectivo, al lado de la máquina expendedora de boletos. Yo iría por la mitad. Entre nosotros: una muralla de gente. Pero como toda muralla (a excepción de la China y alguna que crearon para separar a los sueños de aquellos que los sueñan) tarde o temprano se terminan derrumbando. A nosotros nos bastó el tiempo que existe (a paso de colectivo) entre Morón y la Avenida Pedro Díaz. La gente que nos separaba fue desapareciendo, como incógnitas despejadas en una ecuación circulante. Cuando la última se bajó, ahí estaba ella. Les aseguro que lo primero que se me vino a la mente fue una reina de ébano en el corazón del África profunda. Simplemente nos miramos. No sonreímos, no nos saludamos, no nos hicimos seña alguna. Solo nos miramos. En un momento ella dejó de mirarme, pero yo no pude. Seguí contemplándola. Tenía el pelo como una cascada de caoba que le llegaba a la baja espalda. Ella parecía de chocolate. Antes de bajar, porque eso fue lo próximo que hizo, me miró y sonrió. Sus ojos eran negrísimos y su dentadura más blanca que la leche. Dio media vuelta y bajó. Yo bajé detrás de ella. Cuando se encaminó hacia la esquina le hable. Le pregunté cómo se llamaba.
–Malena –me dijo.
–Cómo la del tango –le dije.
Ella sonrió.
–Sí, como la del tango –miró el piso–. A mi papá le gusta el tango.  Bueno, imagino que también el nombre.
Sonrió una vez más y volteó hacia la esquina, pensativa. Le pregunté si pasaba algo. Me dijo que si el padre la veía con alguien la mataba. Le dije que no estaba haciendo nada malo; ella no contestó. Miró el estuche de mi guitarra.
–¿Tocás la guitarra? –me preguntó.
Le dije que sí, que estudiaba en el conservatorio de Morón.
–Yo estudio en la Universidad de Morón –dijo ella.
Después volvió a mirar el piso.
–Bueno, me voy –dijo.
–Esperá –le pedí.
Ella se detuvo.
Le dije que me gustaría besarla (a veces simplemente hay que animarse). Ella sonrió y entrecerró los ojos. Me preguntó a dónde vivía.    
–En Tesei –le dije–, cerca de la CIDEC.
Ella me miró, extrañada.
–Eso es re lejos.
–Sí –le contesté–. Seguí de largo por vos.
Ella rió con el universo en los ojos.
Le pregunté si podía darle un beso. Me volvió a decir que si el padre la veía la mataba. La tomé de la mano y fuimos detrás de la escultura del mate que aún debe estar en esa esquina de la Avenida Pedro Díaz  (las esculturas suelen ser más tozudas que las murallas para el paso del tiempo. A lo sumo, el tiempo les mutila algún brazo, pero en eso el mate les llevaba mucha ventaja). Ya estaba anocheciendo. Le pregunté si ahí podía besarla y me dijo que sí. No sé durante cuánto tiempo nos besamos. Solo sé que duró todo lo que tenía que durar. Malena era hermosa. Oscura como un cielo sin tiempos. Su pelo olía a manzanas y su piel… su piel tenía la fragancia de algo que veinticinco años después aún no puedo precisar. Malena era hermosa. Cuando despegamos los labios le di un beso en la frente.
–Quizás vuelva a verte –le dije–. Ya sé dónde bajás y a qué hora.       
Me dijo que también sabía en donde estudiaba. Dio media vuelta y se fue.
Malena se perdió en la noche. Nada difícil para una chica de ébano. Yo me quedé mirando la oscuridad. Después de un rato me fui a mi casa envuelto en sensaciones bellísimas.
Jamás fui a esperarla a la salida de la universidad. Jamás fui a la parada del mate a esperar que bajase una chica de ébano envuelta en pelo de caoba y piel de chocolate. Ella tampoco fue jamás por el conservatorio. Estábamos en la misma ciudad, sabíamos cómo ubicarnos, pero no lo hicimos.
Imagino que así debió haber sido. No tenemos anécdotas para contar. Nunca nos encontramos un sábado por la tarde para ir juntos al videoclub de Vergara a elegir la película de la noche. No. No tuvimos peleas ni separaciones que llorar. Jamás tuvimos hijos, ni siquiera fuimos novios. Así debió haber sido, imagino. Para nosotros el tiempo se detuvo en aquella esquina de Hurlingham en una noche de verano. Malena era hermosa, tanto como todo lo que recuerdo de ella.
A veces simplemente hay que animarse.

miércoles, 16 de octubre de 2019

"Lidia" de Eugenia Zuran

Confieso que he leído...
Eugenia Zuran es una escritora argentina que he conocido hace poco. La conocí a través de un relato que envió a la convocatoria Amar en Tiempos del Fin que impulsáramos desde Revista Cruz Diablo. A veces arribo a la conclusión de que Cruz Diablo tiene un objetivo general y otro particular. El general es dar a conocer a los nuevos escritores del género. Construir un puente de letras entre los ávidos lectores de King, Poe, Lovecraft, Asimov, Dick, Bradbury y los escritores que intentan seguir sus pasos. El particular anida en lo profundo del inconsciente y, como todo lo oculto en los laberintos del ser, constituye un deseo, un sueño. Ese deseo se satisface cuando conozco escritores y escritoras nóveles que me deslumbran. Desde esa finalidad, Cruz Diablo se convierte en un señuelo para atrapar a escritores/as ávidos/os de ojos que los lean y almas que los sueñen. Sí, Cruz Diablo también es una trampa para atrapar escritores (en cada publicación media docena de ellos quedan atrapados en las tierras de la inmortalidad. Aunque lo deseen, de allí no se puede salir. Cada vez que escribimos nos hacemos inmortales). En la última convocatoria conocí a una joven escritora de Ramos Mejía: Eugenia Zuran. “Lidia” es su primera novela y es una novela digna de ser leída por todos aquellos que son amantes del susupense, el misterio y el thriller psicológico. Escrita con una prosa sencilla, pero impecable, hace recordar por momentos a la pluma del californiano John Saúl. A quien haya leído “Cuando sopla el viento” del escritor nacido en Pasadena se les hará imposible no encontrar similitudes con “Lidia”, no porque pretenda ser una copia (intuyo ,incluso, que la autora puede no haber leído a John Saúl. Hay escritores que nacen con un espíritu compartido, y el de Saúl y Zuran se parecen), sino por el papel de los personajes y el estilo narrativo. Una abuela que porta un extraño misterio en su sangre; una tragedia familiar que, conforme avanza la lectura, nos hace dudar si la tragedia que sacude la vida de Lidia no es preexistente, incluso, a su propio nacimiento ¿Estaba sellado el destino de Lidia desde antes de su nacimiento? A muchos les quedará la sensación de que así es. Sí en la novela de John Saúl hay misterios que habitan en el viento, en la de Zuran hay misterios ocultos en las sombras. En ambos casos ejercen una extraña influencia sobre las protagonistas. Lidia es una elegía contra el encierro. Lidia nace en un claustro cuando llega a este mundo. Casi toda la novela transcurre en el encierro de su casa, en el encierro de su destino infranqueable. El encierro también estará simbolizado por el papel que jugará en su destino la vida que se desarrolla entre los muros de un orfanato. Todo aquel que pueda leer Lidia debería hacerlo. Es una novela corta que invita a ser leída de un tirón. Los que vivan en Buenos Aires y deseen conocer a la autora y acceder a su novela, se podrán encontrar con ambas en la presentación que hará Ediciones Alfeizar en ESPACIO ESFERA, Talcahuano 287 (entre Sarmiento y Perón) CABA, el viernes 22 de noviembre de 2019 de 19 a 21hs.

domingo, 21 de abril de 2019

El traje de los dioses

El traje de los dioses
Por
Rogelio Oscar Retuerto


Copyright © 2015 Rogelio Oscar Retuerto


En un pequeño poblado bajo el domo de Ambaradet, toda la familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que el ocaso se vuelve eterno. A diferencia de otras estaciones en Ambaradet, en atardeceres como este, las tinieblas de la noche nunca llegaban. Se hallaban reunidos en casa del propietario de una granja para celebrar el día en que “ellos” se quedaron con nosotros.
El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido las luces del campo, las cortinas se corrieron, dejando ver los grandes invernáculos y los establos de cría de ganado,  a través de las ventanas convexas. En el exterior brillaba las dos lunas: la Astiris Mayor y la Astiris Menor; pero no hablaban de ellas, sino del traje situado a la entrada del adoratorio, y sobre el cual el propietario de la granja había mandado a colocar una representación de la carroza de los dioses en metales bruñidos y en donde los sirvientes colocaban cada mañana la ofrenda de hongo sagrados, los mismos de filamentos fluorescente que crecen en el bosque.
         Lo que se hallaba en el ingreso al adoratorio, era en realidad un antiguo traje de los dioses.
–Sí –decía el propietario–, creo que procede del centro de antigüedades derruido del viejo domo. Los antiguos padres trajeron el ganado y los trajes. Lo hicieron luego de que nuestro clan destruyera su domo al concluir la guerra media.  En las vidas de siete abuelos atrás, el Efir de nuestra familia, que en gloria esté, recibió la custodia de una yunta de ganado y “el traje” de los dioses. El carro de sol ya había sido comprado por los clanes del norte del monte Eikpari. 
–Bien se ve que es vestimenta de los dioses, nunca vi algo semejante -dijo uno de los presentes-. Aún puede distinguirse en él el emblema de los dioses; con sus estelas de fuego y sus estrellas lejanas. Pero la inscripción está casi borrada; sólo quedan las grafías U. S. y F_ RCE y un dibujo detrás; un poco más abajo hay grafías diferentes: 2126. Es cuanto puede distinguirse, y aún todo eso sólo se ve cuando se lo observa de cerca y se presta atención.
–He decidido exhibirlo, en esta fecha tan especial y sagrada, para que todo el que quiera pueda venerarlo –dijo el propietario.
–¡Dios mío, pero si es el traje de los dioses! -exclamó un hombre muy viejo que ingresaba al lugar; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en el lugar, incluso del propietario de la granja, que ya era un hombre entrado en edad–. Sí, los dioses vinieron ataviados con estos trajes en su última incursión a nuestro mundo. Llegaron en tiempos de hambruna y nos trajeron el ganado y la palabra.
–Inclínense ante la pronunciación de “la palabra” –dijo el propietario de la granja. El anciano empezó a recitar la oración de los dioses:
–“La noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”
–“el viento de la noche gira en el cielo y canta” –contestaron los niños.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” –recitaron todos al unísono.
         El grupo se retiraba del adoratorio para dirigirse a la casa del granjero en donde se serviría la cena del día en que “ellos” se quedaron con nosotros.
–Durante generaciones no supimos de “la palabra” –dijo el anciano recién llegado, todavía absorto por haber visto el traje de los dioses –. Cuando el escriba de Ambaradet descifró “la palabra” todo fue distinto. Recién entonces el círculo de la doctrina se cerró. El escriba nos dio “la oración”.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” –recitó el grupo al unísono.
– Y los dioses, con su poder de viajar por las estrellas en el carro divino del sol, nos dieron la ceremonia –agregó el anciano–.  El escriba del viejo domo inició el trabajo que el gran escriba de Ambaradet concluyó. Fue bajo el viejo domo, antes de la guerra media, cuando se descifró el mandamiento de los dioses: “este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”. Y hoy lo recordamos en el gran día.
El grupo avanzó atravesando el huerto de hongos que crecían durante la estación en donde el ocaso se vuelve eterno. En los establos, las crías del ganado jugaban y corrían dando brincos y volteretas.  Un ejemplar adulto miró pasar al grupo, erguido sobre sus dos patas. El anciano siguió rememorando los tiempos pasados. Miró a los más pequeños del grupo familiar y se dirigió a ellos, como quien está por impartir una lección importante.
–Los clanes del viejo domo no reconocieron la llegada de los dioses. Hablaron de impostores y hasta de invasores. Nuestros padres no podían tolerar tamaña blasfemia. Para peor, el carro del sol, los trajes de los dioses y el ganado sagrado aún se encontraban en su territorio. A nuestros padres no les quedó otra alternativa que ir a la guerra para recuperar los máximos emblemas de nuestro culto. Con la ayuda de los dioses, ganamos la guerra. Pero el carro de sol ya había sido vendido por los herejes a los clanes de más allá del monte Eikpari. Algún día lo recuperaremos y será ese un día de júbilo. Cuando nuestros padres entraron a la ciudad, el día de la revelación, encontraron exhibidos en un recinto los soportes de la palabra. El escriba del viejo domo había descifrado “el mandamiento” y gracias a ello pudimos descifrar “la oración”. –todo los presentes inclinaron sus cabezas cuando el anciano mencionó a “la oración”.
El grupo ingresó a la morada del propietario de la granja. En todas las granjas de Ambaradet se repetía la misma ceremonia: familias numerosas reunidas en torno a las mesas de los granjeros para conmemorar el día en que “ellos” se quedaron con nosotros. El más anciano se sentó en la cabecera. El resto de la familia se acomodó en orden de edad. Los hombres a la derecha del anciano y las mujeres a la izquierda. Los sirvientes del granjero irrumpieron con las fuentes humeantes. Las piezas de carne descansaban sobre sus propios jugos.  
– Yo quiero una pata –dijo uno de los más pequeños.
–Yo la lengua –dijo otro.
 –¡Respeto! –exigió una de las mujeres–. Primero los ancianos. –El anciano de la cabecera sonrió.
–La elección no es mala. Las piernas y la lengua son exquisitas –dijo, mientras empezaba a descarnar con sus dientes gastados la costilla que habían depositado los sirvientes sobre su plato.
–Les decía que en el viejo domo descubrimos el mandamiento. No solo los herejes sabían sobre el mandamiento, sino que dejaron que los dioses se vayan a las montañas sin haberlos honrado, siquiera.
En los platos se sirvieron suculentos trozos de carne: costillas, patas, lenguas, muslos. Los platos se iban colmando empezando por los más viejos y concluyendo por los más pequeños del grupo. Algunos comían pedazos de carne deshuesada, otros gustaban más de arrancarla con sus dientes del propio hueso.
–¿Quien construyó los domos? –preguntó uno de los pequeños.
–¡Pedí respeto! –se fastidió la misma mujer que lo había hecho la primera vez.
–Déjalos. Tienen que aprender sobre lo que ignoran. Cuando nuestros ancestros bajaron de las montañas y subieron desde los bosques, los domos ya estaban ahí. Nuestro pueblo atribuye su construcción a los mismísimos dioses. Varias veces los dioses de antaño visitaron nuestro mundo para luego marcharse. Pero déjenme contarles sobre la vez que decidieron quedarse con nosotros. Les decía que los herejes dejaron marcharse a los dioses a las montañas sin siquiera honrarlos. Fue entonces cuando nuestros padres subieron a las montañas para honrarlos, como indicaba la profecía. Los encontraron en la cueva a la que la palabra llama “pesebre”. Ahí nuestros padres presenciaron el acontecimiento más grandioso y sagrado de nuestra historia: el nacimiento del último dios. Trajeron a los dioses hasta Ambaradet, en medio de cantos de alabanza y regocijo. Fueron días de júbilo y algarabía. Se notaba la satisfacción en el rostro de los dioses, quienes mostraban sus dientes  y achicaban sus ojos en señal de felicidad. Bebieron el brebaje  sagrado de la creación, el que reservamos en los tallos del Agapret desde tiempos inmemoriales esperando el arribo de los dioses. Los dioses bebieron y entraron en trance. Nuestros padres concluyeron que no podía haber mejor momento para honrarlos, mientas sus espíritus volaban ente las estrellas en su carro del sol. Era el momento. Fue cuando los sirvientes condujeron a los dioses, en brazos, hasta el adoratorio. Allí comenzamos a honrarlos por primea vez. Las doncellas prepararon los cuerpos, mientras los ancianos recitaban el mandamiento “este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”. Los dioses fueron honrados. Solo dejaron sin honrar a la diosa Madre y al nuevo dios. Pero fueron reservados para una honra mucho mayor que cualquiera que se les haya brindado. Fueron conducidos hasta los establos de los dioses para que engendren el ganado sagrado. Cuando el último de los dioses estuvo en condiciones de procrear, se inició el ciclo del ganado sagrado en nuestra tierra. Eso nos diferencia del resto de los clanes de esta tierra. Más allá de Eikpari, blasfeman la memoria de nuestros dioses comiendo carne impúdica. Recuerden siempre esto: los hijos de Ambaradet somos los únicos en esta tierra que honramos a nuestros dioses consumiendo, en su nombre, carne sagrada. ¡Los únicos!
El anciano tomó una mano de la fuente y comenzó a deshuesarle los dedos desgarrando la carne con sus dientes. De vez en cuando escupía alguna uña sobre su plato. Luego tomo un cuenco lleno de sangre y lo levanto, solemne, invitando al brindis a los presentes.
–¡Coman su cuerpo y beban su sangre! Que la paz sea con ustedes.
–¡Y contigo, padre nuestro!




lunes, 25 de marzo de 2019

Solución Final

Solución Final
Por
Rogelio Oscar Retuerto

Copyright © 2015 Rogelio Oscar Retuerto


El tercer planeta ya casi está ganado. El Exercitus ab Aethra Siderea Polus Humanity acaba con los últimos focos de resistencia. El paisaje es desolador. Construcciones incendiadas extienden sus lenguas de fuego lamiendo pedazos de cielo en resplandores violetas. Las columnas de humo naranja se elevan para precipitarse luego en una lluvia de cenizas purpureas que lo van cubriendo todo. Ya casi todo termina. Casi.
Enterrado en el desierto, en las afueras de la ciudad, el Ébigor espera las condiciones objetivas. Quizás sea uno de los últimos organismos del tercer planeta en condiciones de levantarse. De pronto abre sus ojos ¿Dije organismo? Bueno, en parte lo es y en parte no. La extraña máquina se incorpora mientras las arenas resbalan sobre su cuerpo para regresar al desierto ¿Dije máquina? En realidad en parte lo es y en parte no. No le importa poder ser el último en el tercer planeta. No lo conmueve la postal apocalíptica. Fue diseñado para brindar la solución final.
Los coleópteros scanner descienden sobre la ciudad en ruinas. Desde la nave nodriza emergen miles de unidades de transporte que depositarán cientos de miles de invasores sobre una tierra que no les pertenece, como si la nave nodriza fuese un inmenso moscardón que infesta de pestilencia la nueva tierra depositando sus huevos sobre un organismo extraño.
El Ébigor se desentierra por completo. Su cuerpo metálico resplandece como una moneda de plata en medio del desierto teñido de aloque.
La nave nodriza sigue pululando sus parásitos sobre la tierra devastada. El Ébigor activa la única función con la que cuenta. La cuenta regresiva se enciende en su pantalla líquida. Comienza su carrera hacia la ciudad.
Las tropas humanas festejan una nueva conquista en medio de ruinas y olores a muerte. La carne quemada despierta en las tropas recuerdos gastronómicos propios de otros tiempos.  Nadie se cuestiona si el establecimiento de colonias experimentales en planetas habitados vale la pena un genocidio. Los invasores detienen su festejo. Una reminiscencia ancestral los envuelve por completo. Jurarían que aquella tierra les habla. Jurarían entender palabras susurradas en el viento. Los soldados se perturban.
El Ébigor sigue corriendo. Delante de él, la ciudad se agiganta. Los hombres esgrimen miembros amputados como trofeos de guerra. El Ébigor es ahora una estela de fuego que surca el desierto. Nadie podrá verlo cuando llegue. La pantalla líquida se apaga. Los ojos visores se encienden como brasas. El Ébigor se pierde en su alocada carrera hacia la ciudad envuelta en humo y cenizas.
Los fulgores del ocaso envuelven a la ciudad caída. Pronto, un ocaso mucho mayor la envolverá por completo en fulgores estelares. Una tormenta de fuego purificador emergerá de entre sus ruinas para cubrir el planeta entero en cuestión de minutos.
Mientras tanto, otros Ébigor descansan en la soledad del desierto esperando su turno para despertar.
Aunque nadie recuerde que hace dos millones de años una raza inteligente debió abandonar esta Tierra y sembrar de bombas extintoras el desierto del plantea abandonado, aunque nadie comprenda que cada invasor contiene en su genética la historia milenaria de la raza exterminada, cuando en millones de años la evolución repita su ciclo cubriendo de vida por enésima vez a esta tierra, los Ébigors estarán ahí, durmiendo su sueño eterno, listos para hacer cumplir la profecía de la raza que los creo en tiempos inmemoriales: el tercer planeta jamás será conquistado.