"Las elegidas" Novela ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016

Cuentos Fantásticos y de Terror

Novelas Cortas

domingo, 2 de julio de 2017

La nube


La Nube
Por
Rogelio Oscar Retuerto

Copyright © 2015 Rogelio Oscar Retuerto



(Relato publicado en el fanzine The Wax Nº3)


1
Aquella fue la primera y última vez que abrí el negocio a la madrugada. Era septiembre de 2001 y la crisis social hacía estragos a lo largo del país. Recuerdo que la noche anterior hable con Soledad.
–Negra, sesenta pesos de caja. Nos vamos a pique –le dije –. Si no hacemos algo, estamos fritos.
–¿Y qué pensás que podemos hacer? Abrimos a las ocho de la mañana, cerramos a las once de la noche. Más no podemos hacer, Manuel.
–Yo no voy a abrir más a la mañana. Vas a tener que abrir vos. Llevas a los pibes a la escuela y abrís cuando volvés. Yo voy a seguir de largo a la noche y me voy a quedar hasta las seis de la mañana.
         Soledad se rió.
–¿Estás hablando en serio? –me dijo.
–Muy en serio. Si cerramos el quiosco ¿qué hacemos? No hay laburo en ningún lado. Es resistir o cagarnos de hambre. Además, a la noche está todo cerrado. Andan los pibes de gira, van a comprar bebidas y pucho al cañón o al centro. ¿Vos viste a las once de la noche? A veces no podemos cerrar, tenemos gente esperando, porque todos los demás cierran a las diez. De día está lleno de bolichitos, negra. El que se queda sin laburo se pone un quiosco o, si tiene un auto, se pone a remisiar.
Y así fue, nomás. A la noche siguiente seguí de largo. Buena venta hasta la 1AM, después decayó. A las dos de la mañana me desperté. Me había quedado dormido en la silla mientras miraba “Pare de sufrir”. Me levanté y salí a la vereda. No había un alma. Cerré el bolichito y me fui a dormir.

2
Me despertó el tintineo de la campana del boliche. Miré el reloj y eran las tres de la mañana. Entre el quiosco y la casa había un patio de unos cinco metros. Me pareció todo muy raro. Juraría que la campanita la habíamos sacado dos años atrás, cuando pusimos el timbre. Pero la campana seguía sonando. En otros tiempos me hubiese hinchado las pelotas y me hubiese tapado la cabeza con la almohada, pero esa noche no. Necesitábamos vender.
Me puse los cortos, me calcé las ojotas y salí con la remera que tenía puesta. Crucé el patio al grito de “¡Ya vaaa…! ¡Ya vaaa…!”. Abrí la puertita del negocio y me sorprendió encontrar la luz prendida. Creía haberla apagado. La tele portátil también estaba prendida; la balanza electrónica, también. Me apuré a llegar al frente porque había gente esperando. Cuando abrí la ventanita mi sorpresa fue mayor. Había tres vagos esperando para comprar. Uno tenía dos envases de birra en la mano. Al lado había una parejita fumando un porro y atrás una mujer bajita con una nena de unos diez años.
–Muchachos –le dije a los vagos.
–Dos Quilmes, maestro –me pidió el pibe– ¿Tiene Gancia?
–Sí; grande, nomás.
–Listo. Deme también un Gancia y una Sprite de dos litros y cuarto.
Me pidió dos salamines y medio de pan. Pan no me quedaba. Me apuré a despacharlo porque no quería que se me vayan los demás. Aunque después me di cuenta que a esa hora no tenían a donde ir.
Le entregué las cosas al pibe y me pagó con cien mangos. Un montón de guita. Fui a la caja mirando el billete contra la luz. Cuando bajo la mirada me la encuentro a la negra acomodando la plata en la caja.
–¿Qué hacés acá? –le pregunté.
–Vine a ayudarte –me dijo.
Puse el billete de refilón y no noté que el “100” cambiara de vede a azul. Lo miré de vuelta y nada. Le pasé el lápiz "botón" y apareció una raya oscura sobre la cara de Roca. Volví a la ventana y vi que el pibe estaba solo. Los otros dos ya se habían ido, y se habían ido con las bebidas. Ya empezaba a ponerme del orto.
–Este billete no sirve –le dije al vago.
El pibe lo miró, frunció el entrecejo y miró para la esquina. 
–Uh, que cagada, jefe –me dijo–. Me pagaron hoy con éste.
–No sirve –le dije.
El pibe volvió a mirar para la esquina.
Me di vuelta para pedirle a Soledad que atienda a la parejita mientras yo salía a arreglar el asunto, pero Soledad ya no estaba.
–Esperame un ratito, ya te atiendo –le dije a la rubiecita con corte Stone que fumaba un porro.
Salí al patio y miré para todos lados.
–¿Dónde mierda está? –pregunté a la nada.
Caminé por el pasillo observando para ver si encontraba el caño de gas que usaba para hacerle frente a los guachos, pero no había nada.
–¡La puta madre! –largué, al llegar a la puertita que daba a la callé.
El gato de mi hija me miró, como si lo hubiera puteado a él.
Abrí la puerta y salí a la vereda. El vaguito no estaba. Estaba el otro, el más grande, el que se había llevado las bebidas.
–¿Se lo podemos pasar mañana, maestro? –me dijo. Ahí me di cuenta que era paraguayo.
–Imposible –le dije.
–Venimos de trabajar, amigo. Nos pagaron con ese billete. Yo me comprometo a pasar mañana temprano y le cancelo.
Miré para la esquina y ahí estaba la Traffic blanca en la que habían llegado. Si hubiesen querido cagarme se hubieran ido a la mierda. Pensé que los paraguayos eran buena gente, laburantes; que este debía ser el contratista y los otros dos los albañiles.
–Mañana abrimos a las ocho –le dije.
Además ¿qué iba a hacer? Las bebidas ya no podía recuperarlas. Miré para la esquina y vi que estaban mezclando el Gancia y la Sprite en una jarra de plástico, y tenía gente esperando.
La rubiecita solo quería dos papelillos ¡dos papelillos! El pibe tenía el cogollo en la palma de la mano esperando los palelillos para armar el porrito. El paraguayo me había sacado las bebidas sin pagar, la rubiecita me compró dos miserables papelillos ¿para eso me había levantado a atender?
–Doña –le dije a la mujer que esperaba con la hija.
Era una mina con cara de sufrida, de esas que hablan bajito, de esas que apenas pisan los cuarenta y usan pollera corte testigo de Jehová, con blusas sueltas para que no se le noten las tetas.
–Le venía a pedir un favorcito…
Ese prefacio ya lo conocía. Ahora venía el mangazo. La mina me daba lástima, me miraba con cara de perro abandonado. Pero también el conejo de la tele lo miraba así al cazador y era terrible turro.
–… Si no me podía aguantar unas cositas hasta el viernes.
Me partía el alma, pero yo estaba peor que ella. Si me pedía un aceite, me quedaba uno solo, y al día siguiente no iba a tener un mango para reponer mercadería. Si me pedía una leche, la que quedaba en la heladera la estaba guardando para que desayunen mis pibes.
–Señora, está re jodida la mano. Si yo me quedo hasta esta hora es para hacer una monedita más, vio, no para fiar.
La mujer me pidió disculpas y se fue.
Cuando la mujer se fue  decidí cerrar.
–Al pedo me levanté –le dije al gato de mi hija. El animal asintió (en realidad, maulló).
Terminé de echarle llave a la puerta y sentí el traqueteo de la ventanita del quiosco.
Trak – trak –trak – trak
No lo podía creer. No había hecho un mango partido a la mitad y encima querían afanarme. Sondee el patio y en una esquina vi el caño de gas tirado en el piso. Lo agarré y enfilé por el pasillo. Trate de darle vuelta a la llave junto con el traqueteo de la ventana del quiosco, para que no me escuchasen. Abrí la puerta y salí a la vereda agitando el caño como un loco. Pero no había nadie. Ni la luz de la calle estaba encendida. Ni un alma.
Me fui a dormir.

Al día siguiente me desperté a eso de las once. Soledad estaba en el negocio. Le hice de comer a los pibes y los llevé a la escuela. Cuando volví me quedé en el boliche.
–Andá –le dije–. Dormite una siesta.
–¿Vos no vas a quedarte esta noche? –me preguntó.
–No. Ya no.
Ni bien me siento para ver la tele la veo cruzando la calle a la Micaela. Es como si la vieja estuviera esperando que se vaya Soledad para venir a llenarme la cabeza en contra de alguien. Vieja harpía, curandera, mano chanta: una bruja. Soledad la quería, porque a veces le tiraba las cartas o le curaba el empacho a los chicos. De paso la vieja aprovechaba para sacarle mano a medio mundo.
–Micaela
–Hola, m´hijo. Medio de pan, por favor. Si tiene galleta me pone alguna.
–Cómo no.
Sin preguntarle si quería algo más, le entregué la bolsa. La vieja me pasó la plata.
–Así no los va a espantar –me dijo la vieja.
–¿Así cómo? –le pregunté sin mirarla, mientras juntaba el vuelto para darle.
Me acerque a la ventanilla y le entregué la plata. 
–¿Así cómo? –volví a preguntarle.
–Así, con un caño.
En ese momento me di cuenta de que estábamos teniendo un diálogo de locos. La vieja me preguntaba cosas que yo no sabía y yo le contestaba. Fruncí el entrecejo y la mire a los ojos.
–¿De qué mierda me está hablando, Micaela?
–De la nube. Anoche los vi.
–No sé de qué habla. Que le vaya bien.
Estuve a punto de cerrar la ventanita, pero lo vieja metió la mano para que no lo haga.
–De la nube. Anoche los vi.  Y así no se los echa. Usted abrió una puerta.
–Abrí la puerta porque dos guachos me querían entrar al negocio.
–No. No hablo de esa puerta. Y así no va a echarlos. Hay que darles paz. Piénselo ¿cómo sabía que eran dos los chicos? Piénselo.
La vieja me dejó pensando. Yo estaba convencido de que eran dos pibes. Hasta podía hacer un identikit de los pibes aunque nunca había alcanzado a verlos.
Después se me vino el mundo abajo. De un momento para otro me acordé de todo. Cada imagen fue como un flash que encerraba una historia, un disparo que dolía en los huesos. Mi mente fue acribillada por esas fotografías dolorosas gastadas por el tiempo: los paraguayos asesinados en la rivera luego de un robo brutal, los encontraron a la mañana siguiente, maniatados y calcinados dentro de la Trafic; les habían robado las herramientas y la plata de la quincena. Dos drogones que se pasaron de rosca y amanecieron en pleno invierno tirados en la esquina (“cuando los levantaron, hicieron el mismo ruido que un trapo al despegarlo de la escarcha” diría la Micaela esa misma noche); la mujer y la hija asesinadas por un marido alcohólico y celoso (“a la nena la torturó antes de matarla, la torturó de manera sexual”). Todos habían sido mis clientes, pero no pude reconocerlos esa noche. Fue como si tuviese una nube delante de mis ojos que me impedía ver quiénes eran en realidad. 
Esa noche me metí el orgullo en el orto y me crucé a lo de la Micaela. Me hizo pasar. Nunca había estado adentro de esa casa. Era espeluznante. Por todos lados se mezclaban estatuillas de santos con demonios. En un rincón había una virgen con el torso desnudo y un pequeño demonio se alimentaba de la sangre que emanaba de sus pechos. Cruces de madera se intercalaban con estrellas de cinco puntas. En altares improvisados en el piso, ardían velas rojas, negras y verdes.
–Pase –me dijo–, siéntese.
–¿Qué vio anoche, Micaela? –le pregunté, yendo al grano.
–Una nube –me dijo, mientras preparaba un té. Yo le hice señas como diciéndole que a mí no me prepare nada–.  Una nube oscura que emergía de la tierra. Se retorcía y se mezclaba en sí misma. Toda la cuadra se cubrió de un manto de podredumbre. Todos lo deben haber notado. Algunos habrán pensado que fueron las cloacas; otros, algún animal muerto. Pero era la nube. Yo realicé el pentagrama y miré por la ventana… y ahí estaba usted, agitando el caño contra la nube.
–Yo no vi nada, Micaela.
–No todos ven. Buscan paz. La buscan en donde se los invite a entrar. No es bueno que abra el negocio de madrugada, Don Manuel.
–Ni empedo, Micaela. Después de lo que pasó anoche, ni empedo.
La vieja se quedó pensando. Se levantó del sillón, se acercó a la ventana y corrió la cortina para ver hacia afuera. Después volteó, tenía el entrecejo fruncido. Se la notaba preocupada.         
–Además de la gente que ya no está ¿vio a alguien más?
–¿Cómo, si vi a “alguien más”?
–Sí. ¿Vio a alguien que aún esté vivo?
–No ¿por?
–Por nada, Don Manuel. Si no vio a ningún vivo todo está bien. Todo va a  andar bien en el  barrio.
Después de eso me fui a mi casa. Pasó un tiempo desde que estas cosas sucedieron. Hace meses espero un desenlace que aún no sucede. No sé bien qué es, pero sé que algo oscuro y siniestro va a pasar. Después de todo, nunca le dije a la Micaela que esa noche había visto a Soledad atendiendo la caja.  



martes, 30 de mayo de 2017

La curva

(Relato publicado en el fanzine The Wax Nº 1)
Para descargar fanzine completo en pdf hacer clik en el siguiente enlace

El coche entró en una curva cerrada y ciega. Juan ralentizó la marcha. Promediando la curva el sonido del motor cesó, como si el auto hubiese sufrido el colapso de su sistema eléctrico. Se apagaron las luces y el auto quedó muerto. Juan miró el tablero, extrañado.

–Se murió –dijo.

Desde el asiento trasero Mariela pudo notar el sonido del tambor de encendido y los movimientos de Juan intentando darle arranque, pero el auto en verdad estaba muerto. Mariela sintió calor, bajó la ventanilla y sintió la brisa fresca de la noche ingresando al auto. Cerró los ojos y dejó que el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto la acunara. El murmullo de los insectos y alimañas del monte la envolvió por completo.

–¿Qué pasó? –preguntó Carla, despertando en el asiento del acompañante.

–No sé. Se murió –atinó a decir Juan.

Cuando completaron la curva divisaron un paisaje que los dejó atónitos. Cien metros por delante un automóvil se encontraba estacionado con las puertas abiertas. Sobre el asfalto había un bulto atravesado. Carla se tapó la boca, ahogando un grito de terror.

–¿Es un cuerpo? –preguntó Carla.

–No sé. Puede ser. Parece que hubo un accidente –contestó Juan.

El auto se fue deteniendo sobre la banquina con la última reserva de inercia que le quedaba. El cielo veteado de nubes descubrió la luna por completo y la claridad fue avanzando como una mano gigantesca que acariciaba el monte. Cuando la claridad se derramó sobre la ruta, el panorama que se abrió delante de ellos se tornó aún más aterrador. A veinte metros del auto con las puertas abiertas se encontraba otro auto detenido. Diez metros más adelante otro, luego otro y otro.  El auto detuvo su marcha. Quedaron a treinta metros del auto que tenía las puertas abiertas. El extraño bulto sobre el asfalto dejó de ser una incógnita: era un cuerpo.

–Parece que hubo un accidente, y groso –dijo Juan.

–Está lleno de autos –agregó Mariela, como si ese detalle le preocupara–. Acá pasó algo grave –agregó.

El cementerio de automóviles, con un cadáver tirado sobre la ruta a modo de prefacio, se extendía hasta donde la claridad nocturna permitía ver. Mariela se estremeció en su asiento. Aquellos autos estaban tan muertos como el auto de ellos. Un pensamiento siniestro atravesó su alma como un ave de alas frías y filosas: “así debió empezar para todos ellos”. De repente se dio cuenta de algo que terminó por horrorizarla: los sonidos del monte habían desaparecido. Pero algo le resultaba aún más extraño: los insectos no se habían llamado a silencio, temerosos por la presencia de extraños. No. Fue como si el propio lugar se hubiese vaciado de todo vestigio de vida.

–Esto es grave –dijo Juan–, parece un choque en cadena.

–No –antepuso Mariela–, esto no fue un accidente.  

Mariela agarró la manija del levantavidrios y comenzó a girarla con desesperación hasta que el cristal se topó con el marco de la puerta.

–Voy a ver qué pasó –dijo Juan.

–Yo te acompaño –propuso Carla.

–¡No! –suplicó Mariela–. ¡No salgan, por favor!

–Vamos a ver qué pasó allá adelante –le dijo Juan–. Quedate tranquila.

Carla se soltó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y se puso de costado, bajando las piernas, como suelen hacer los ancianos o las personas obesas para bajar de un vehículo. Su panza de ocho meses y medio limitaba todos sus movimientos.

Juan avanzó hacia el auto. Carla lo siguió muy despacio por detrás, permitiendo que le saque una notable distancia. Mariela pudo ver a Juan extraer del bolsillo del pantalón su teléfono celular y golpearlo varias veces contra la palma de la mano. “También está muerto” pensó Mariela. Juan caminó muy despacio sin mirar al frente, miraba su teléfono muerto golpeando sobre su mano. Cuando llegó a dos metros del cadáver, todo cambió. Se detuvo y permaneció petrificado durante varios segundos observando el cuerpo. Estiró su brazo hacia atrás exhibiendo la palma de la mano hacia Carla.

–¡Al auto! ¡Volvé al auto!

Una sombra irrumpió desde los matorrales derribando a Juan sobre la ruta. Luego se sumó otra y otra más. Carla comenzó a gritar llevándose las manos a la cara, pero no pudo moverse. Desde el auto, Mariela pudo observar a Carla contraerse en espasmos producto del llanto y de los gritos de terror. Un charco comenzó a dibujarse alrededor de sus pies.

Una sombra avanzó junto al auto en donde aguardaba Mariela. Cuando pasó frente a la ventanilla la vio con claridad. Eran animales, pero no cualquier animal. Eran leones. Otro animal pasó por delante del auto con la cabeza a gachas en dirección a Carla. Mariela solo pudo soltar un grito de angustia que se ahogó en el rugido de las bestias.

Carla solo tuvo tiempo de darse vuelta. Uno de los leones saltó apoyando sus enormes patas en los hombros de Carla y clavando sus dientes en el cráneo. Carla cayó de espaldas sobre la ruta. Mariela lloraba dentro del vehículo mientras veía como las bestias desgarraban y despedazaban a su amiga. Uno de los leones comenzó a desgarrar su vientre y a mover la cabeza como si fuese un cachorro jugando con un muñeco de trapo. La bestia que tironeaba de su vientre comenzó a retroceder arrastrando un pedazo de Carla por la ruta: se llevaba el cuerpo del no nacido. Mariela creyó ver movimientos en los brazos de la criatura. Se tapó los ojos y lloró hasta que sus energías se lo permitieron. De pronto, en un intento desesperado por detener aquella locura, bajó del auto, cerró los ojos y gritó con todas las fuerzas que quedaban en ella:

–¡¡¡Basta!!!

El rugido de los leones desapareció. El sonido de los insectos del monte regresó. La frescura de la noche envolvió su rostro transpirado. Mariela comenzó a relajarse entre jadeos, exhausta. A través de sus párpados notó encenderse las luces de la ruta, sintió los motores de los autos. Escuchó los gritos desesperados de personas que la llamaban. Abrió los ojos y vio pasar un vehículo a toda velocidad. Miró hacia la banquina y vio a Carla y a Juan que la llamaban con desesperación. Sintió un fuerte rugido a sus espaldas, pero no era un león, no era el rugido de ningún animal conocido, era un rugido que iba creciendo a cada segundo. La sensación fue la de cincuenta toneladas de metal que se le vinieron encima.

 

domingo, 7 de mayo de 2017

Presentación de Las Elegidas en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires

Este viernes 12 de mayo a las 18hs se realizará la presentación oficial de la novela de horror erótico "Las elegidas" en la Feria Internacional de Libro de Buenos Aires. La cita es a las 18hs en el stand 204 del pabellón azul. "Las elegidas" transita los géneros del terror, la ciencia ficción, el gore y el erotismo, y se consagró como ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016.