Aún quedan esperanzas
Por
Rogelio Oscar Retuerto
A todos nos moviliza
descifrar los misterios de la humanidad, escrutar los misterios que nos develen
el interrogante de por qué llegamos hasta donde llegamos ¿Qué nos pasó? Al
menos en nuestro país las grandes ciudades ya no existen. Son cementerios en
donde los muertos esperan en vano por visitantes que nunca llegarán ¿Qué pasó
con el resto del mundo? No tengo idea. Hace más de veinte años que se cayeron
las comunicaciones. Imagino que estarán como nosotros. Si no, no se explica que
no nos hayan invadido. Acá estamos regalados. Pero nadie viene.
Al
sur de lo que alguna vez se conoció como Mar del Plata, los sobrevivientes nos
reagrupamos en Los Anexos. Los Anexos son el anillo de miseria que rodea a la Ciudad
El Marquesado, el mega country en donde se nuclean los ricos que sobrevivieron
a la hecatombe en las ciudades del sur del continente. No son muchos, pero son
poderosos. Al igual que en el viejo mundo la vida les pertenece. Las tierras,
las pocas riquezas que en ellas quedan, los hombres y las mujeres. Todos somos
propiedad de los señores de El Marquesado.
Antes
de la guerra fui sacerdote en la capilla de una Villa miseria en las afueras
del puerto de Mar del Plata. Allí conocí la miseria de los nadies, la miseria en la que vivieron durante siglos. Ahora conozco
la miseria del corazón humano. En los anexos hay dos clases de hombres y
mujeres. Están los que piensan que todo se terminó y los que conservan alguna
esperanza. Entre los últimos se inscriben les prostitutes. Los que
piensan que todo terminó se pasan el día al pie del muro esperando que los
ricos arrojen la basura. No les pagan para que se la lleven (Cómo hacían en
tiempos antiguos), pero dejan que se la coman. La zona de exclusión es la única
zona en donde los ricos se mezclan con los escorias. Pero no puede
ingresar cualquier escoria. Sólo pueden ingresar les prostitutes,
las trabajadoras y los trabajadores sexuales de Los Anexos. ¿Los sirvientes?
Los puestos para la servidumbre se agotaron hace tiempo. Son puestos vitalicios
y se heredan. Mientras los siervos se reproduzcan dentro de la ciudad, los
ricos no van a necesitar venir a Los Anexos por nuevos sirvientes.
Yo
centro mis sermones de los domingos en la esperanza. Les digo a les
prostitutes que sólo entreguen sus cuerpos al Dios del pecado que rige tras
los muros de la ciudad. Les pido que guarden sus almas puras para el día del
juicio. Algún día todos nosotros ingresaremos al paraíso.
Algunos,
incluso, se animan a confesarse. Cómo la morocha que me mira y me habla
mientras se delinea los ojos. Comienza, como todas las tardes, con un periplo de
confesiones sexuales inescrupulosas. A veces pienso que busca excitarme con sus
relatos, cómo el diablo buscó tentar a Cristo en el desierto. En ambos casos, no
dejan de ser hijos de Dios y ángeles caídos. Me cuenta cosas inenarrables y
siempre culmina, al pintarse la boca, emitiendo como punto final ese bello
“Pop” que suena al despegar sus labios. Mi mira y sonríe. Sé aleja del espejo y
guarda el rouge en la cartera, se cerciora de que sus medias de red no estén
rotas, guarda la sotana en el cajón de madera y coloca dos almohadones encima. Luego
parte junto a la tarde que agoniza rumbo a la zona de exclusión.
Se
acerca el atardecer y la zona de exclusión espera. Tal vez esta noche haya
mayor suerte. Después de todo, somos de los que creen que en este mundo aún quedan
esperanzas.
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