A Marcelo
No sé para qué volví a las islas. Tal vez, para reencontrarme con el pibe que deje acá hace treinta y cuatro años. Lo único que recuerdo fue levantarme una mañana, agarrar la pistola y ponerle una bala en la recámara. Después, no recuerdo más nada. Sí recuerdo mi soledad: una sensación fría y amarga, insoportable. Quizás todo comenzó cuando decidí presentarle batalla a la soledad ¡Qué burla del destino! «La Soledad». Esa fue siempre fría y dura como una roca. De la de al lado no pienso hablar. En esa murieron Tito y el gordo Roque. «Malvina». Es la más fría (y la más funesta).
Acá perdí un ojo y una pierna. Quizás por eso los kelpers dejaron que me quedara, porque dicen que nací acá, que es a dónde pertenezco, que en estas islas nací de nuevo hace treinta y cuatro años.
Creo
que fui yo el que comenzó todo, porque este lugar es tan chico que acá nadie
pierde nada. Sin embargo, tuve que venir yo a perder a mis amigos. Después
perdí un ojo y una pierna y, con ellos, mi país perdió una guerra.
Cuando
regresé a las islas me dieron una casita y un gato negro. Lo de la casita lo
entiendo, pero ¿el gato? Creo que me lo dieron para ponerme a prueba, para ver
si sigo perdiendo cosas. Y no se equivocaron, porque lo perdí. Hice un montón
de avisos escritos con marcador en hojas de carpeta y los pegué en todos los
postes de la isla. Mi sorpresa sobrevino al día siguiente, cuando agarré mis
muletas y salí a dar una vuelta. Los carteles estaban, pero habían perdido
todas las letras. Fui a casa y busqué el marcador, pensé que se podía haber
borrado (aunque no había llovido); pero no: era de tinta permanente. Al día
siguiente salí y los carteles habían desaparecido (aunque no había soplado el
viento). No me preocupé. El problema llegó cuando desaparecieron los postes, y
no porque me diera miedo el suceso, sino porque toda la isla se quedó sin luz.
Después desaparecieron las veredas, lo cual no constituyó ningún problema: la
gente comenzó a caminar por las calles (acá nunca hay transito). Pero
seguidamente desaparecieron las calles y todo el mundo quedó encerrado en sus
casas. Luego desaparecieron las casas con todo el mundo adentro. Por último,
desapareció la isla y me quedé flotando en este mar de recuerdos.
Podría
haberme sentido culpable, pero no lo hice. Después de todo, fueron ellos los
que me dieron el gato.
Sé lo que sigue y no me asusta. Quizás podría nadar
hasta la isla de al lado, esa en donde murieron Tito y el gordo Roque. Pero ahí
me asalta el miedo de que todo comience de nuevo. Prefiero permanecer acá,
donde todo termina, y quedarme flotando por el tiempo que esto dure.
No hay comentarios:
Publicar un comentario