(Relato
publicado en el Dossier de horror erótico de Nictofilia)
El Jachirú
Por
Rogelio Oscar Retuerto
Copyright © 2015 Rogelio Oscar
Retuerto
1
Jamás voy a olvidar
aquel verano en que conocí a Eugenia. Mi tía Laura había venido a visitar a mi
abuela y lo había hecho acompañada de mis dos primos y sus novias. Eugenia era
una de ellas. A Martín y a Daniel, mis primos, nos los veía desde que yo tenía
seis años, cuando mi madre murió y mi abuela me llevó a pasar una semana en la
casa de la tía Laura, en Buenos Aires.
Aquella
tarde habíamos ido a recorrer el monte. En realidad yo los había llevado. Ellos
no conocían nada sobre mi monte, y eso, ante mis ojos, los convertía en
vulnerables.
Recuerdo que era
jueves, el sábado ellos regresarían a Buenos Aires. Yo
les había propuesto ir a conocer el río. Martina caminaba como si estuviese
pisando vidrios con los pies descalzos o, peor aún, como si estuviese pisando
mierda. El monte le daba asco. Desde que llegó, no había hecho otra cosa que
quejarse: que la tierra, que las vinchucas (ella decía “bichos que tienen la
peste”), que la letrina, que las sopas preparadas en ollas a las que no se le
quitaba la capa de grasa después de usarlas, que el calor por las noches y la
falta de ventiladores. Eugenia, en cambio, se interesaba por todo lo que
concernía a mi mundo. Yo desconocía todo lo concerniente a su mundo: nunca
había ido a la escuela, en el monte no teníamos televisión ni radio. Pero ella
se maravillaba por todo lo que nos rodeaba: le encantaba el monte y todo lo que
contenía, quería aprender los nombres de los árboles y de los animales, se
quedaba de noche escuchando las historias del abuelo cuando todos los demás se
iban a dormir.
Eugenia
era hermosa. Nunca había visto una chica con la piel tan pálida. En el monte
las chicas tienen la piel muy morena, como la mía. Ella tenía un pelo rojizo
que en los atardeceres parecía prenderse fuego contra el cielo oscurecido. Sus
ojos parecían la combinación de todos los colores del monte. Eran verdes, pero
en los días nublados (cómo el primer día en que la vi) se tornaban pardos, casi
transparentes.
La
tarde que fuimos al río la vi bellísima. Tenía un pantalón cortito de jean, un
poco roto en las partes bajas de los glúteos. Se había levantado la remera y se
la había anudado sobre el ombligo. Yo me quedé contemplándola, embelesado. Ella
me miró y me dijo:
–Es
para quemarme. Estoy muy blanca.
Después
sonrió y se tendió en la arena, con sus ojos cerrados, como mirando el cielo a
través de los párpados, apoyándose en sus antebrazos.
En
ese momento Martín me miró con una seriedad que pareció detener la brisa de
monte. Siempre presentí que estaba celoso. Yo no tenía nada para ofrecerle a
Eugenia, en realidad a ninguna chica, pero por alguna extraña razón sentía que
ella me deseaba.
2
Yo tenía veintiún
años y solo había tenido un romance con una mujer de un pueblo cercano. Isabel
era una viuda de treinta y ocho años. La había conocido yendo con mi tío a
hacer labores en la carbonada. Ella no tenía nada que hacer allí, vivía a un
kilómetro de la carbonada, pero iba todo las tardes a ofrecer agua y a veces
llevaba quesillo y pan de algarrobo para los trabajadores. Con el tiempo me di
cuenta de que era su manera de conocer hombres. Su lecho estaba muy vacío y el
calor en su matriz era muy intenso como para calmarlo con recuerdos.
Un
día fui solo, porque mi tío estaba muy enfermo, y ella me invitó a comer en
su casa. Aquella tarde acepté la invitación. Al atardecer, al terminar mil labores, me di una ducha y me encaminé a su rancho. Recuerdo que preparó una sopa con
carne de cabrito. Por alguna razón, comimos muy poco, ella casi no probó
bocado, se limitó a mirarme mientras yo comía. Después de comer, agarró a sus
dos hijos y los encerró en el corral de los cerdos, luego regresó a la casa.
Había dos cambios notorios en ella cuando regresó: se había soltado el pelo y
se había desabrochado el vestido dejando la parte superior de sus senos a la
vista.
Recuerdo
tenerla encima de mí, empujando como loca y rasguñándome el pecho. Cuando yo
pasé arriba, comenzó a acariciarme los pectorales. Subió con sus manos, entre
jadeos caninos, hasta mis hombros. Cuando los acarició se pasó la lengua desde
la comisura de los labios hasta el otro extremo dibujando un arco a lo largo de
su labio superior. Luego bajó acariciando mis bíceps hasta llegar a mis manos,
las cuales tomó en las suyas para entrecruzar nuestros dedos. En ese momento me
abrazó la cintura con sus piernas y comenzó a jadear, como una potranca a la
que hicieron correr diez kilómetros sin tregua.
Cuando
terminamos, los olores a sexo (al mío y el de ella) y los vapores de nuestros
cuerpos, flotaban inundando la habitación. Ella me miró, aún jadeante,
exhausta, con su pelo enmarañado y su cuerpo empapado en sudor; las gotas de
transpiración se precipitaban desde su rostro a la cama; me tomó del mentón y
me dijo:
–Tu
cuerpo fue moldeado en barro por el propio diablo.
Yo
no le dije nada. Ella me agarró el pene y comenzó a frotarlo entre ambas manos.
Me empujó de espaldas en la cama y se subió a mis piernas, se inclinó sobre mí
y comenzó a frotarme el pene entre sus pechos. Un almíbar transparente comenzó
a caer por su boca en una baba elástica que tardó en caer sobre mi vello
púbico. Me miró y me dijo:
–Sí.
Es obra del diablo. Los hijos del diablo son mitad hombres, mitad animales. Y vos
de la cintura para abajo sos burro.
Primero
me lamió el pene como si fuese una perra en celo, limpiándome el semen que lo
embadurnaba, después comenzó a succionar mi miembro con una fuerza descomunal,
como su fuese una anaconda intentando tragarme.
3
La tarde siguiente con Eugenia, a orillas del río, todo fue distinto. Presentía que ella me
deseaba de otra manera, muy distinta a la de Isabel. Ella no veía en mí a un
hijo del diablo. No sé lo que veía, pero no era eso. Los ojos de Isabel se
envolvían en fuego cuando me miraba, los de Eugenia, en cambio, se cubrían con
brumas tenebrosas, tenebrosas como la bruma que cubre cada noche la tierra fría
del cementerio. La bruma en los ojos de Eugenia me cubría de paz.
Recuerdo
el esbelto cuerpo de Eugenia tirado sobre la arena. Las tenues oleadas del río
le besaban sus pies desnudos, como si fuesen lenguas de agua saboreándola. Con
mis primos nos fuimos a recorrer la rivera. La invitamos a venir, pero Eugenia
no quiso. Se puso de pie y se quitó los pantalones y la remera, debajo de la
ropa tenía un bikini turquesa; se colocó los auriculares con una gracia
angelical y se recostó en la arena. Se la veía feliz, en paz. Una mueca de felicidad se había petrificado en su rostro.
Yo la contemplé, embelesado. Ese cuerpo escultural, las curvas de sus muslos
tonificados, la piel blanca, blanquísima como la leche, el cabello rojizo
desparramado sobre la arena. Martín tuvo un arrebato de celos y me llamó de
mala manera:
–¡Dale!
¡Vamos!
Caminamos
un trecho bordeando el río. Cuando la espesura del monte imponía sus brazos
ante nuestra marcha, acariciando las aguas con sus dedos de ramas, nos
internamos en la maleza. Yo propuse atravesar el monte y alcanzar el río tras
el próximo recodo. Martín tuvo miedo, se rehusó a hacerlo en dos ocasiones,
pero en la tercera aceptó. Creo que desconfiaba de mí. Pobre diablo, habrá creído que me quería
librar de él para quedarme con Eugenia. Ni se imaginaba que él sería uno de los
sobrevivientes de aquella tarde siniestra.
Avanzamos
por el medio del monte. Ese camino lo había hecho varias veces. Más adelante el
río giraba hacia el oeste cruzándose en nuestro camino.
Cuando
llegamos al río, Martín se quedó mirando las aguas, con una sonrisa aviesa
dibujada en su rostro. Nuestro camino terminaba en un terraplén de unos dos
metros de altura bajo el cual fluía el río. Recuerdo que, sin aviso previo,
apoyo una mano en mi espalda y quiso tirarme. Yo me tambalee, pero me resistí
con fuerzas. Yo era mucho más fuerte que él, eso creo que también le molestaba.
Él era tan musculoso como yo, pero sus músculos eran músculos de gimnasio y los
míos eran fruto del trabajo pesado. Después de unos segundos de forcejear,
sintió vergüenza.
–¡Dale,
maricón! ¿Le tenés miedo al agua? –me dijo.
Yo
miré el río sin contestarle. Casi nunca hablaba con nadie que no sean mis
abuelos, era algo que me daba vergüenza, desde chico. Después de tener sexo con
Isabel, ella me hablaba de muchas cosas. Yo solo atinaba a escucharla. Cuando
se percataba de que estaba hablando sola volteaba para verme “qué tímido que
sos” me decía, y volvía a montarme. Parecía que mi timidez la excitaba.
Pero
Martín no pudo tirarme al río. Pude ver sobre mi hombro que le hizo un gesto a
Daniel para que lo ayude a tirarme. Lo vi acercarse por detrás. Comencé a
forcejear, mientras Martín repetía lo mismo.
–¿Le
tenés miedo al agua? ¡Maricón!
Cuando
estuvieron a punto de doblegarme por fin hablé.
–¡El
agua es mala! –les dije.
Estallaron
en risas.
–¿Qué?
¿Hay un monstruo? –dijo Martín, sin dejar de reír.
Creo
que tirarme al río era su estúpida forma de vengarse. Para él, tirarme al río
tendría que ser un hecho insignificante, en comparación a la posibilidad de que
su novia me presumiera. Pero para mí caer al agua era algo aterrador.
4
Eugenia se había
quedado dormida con sus manos cruzadas sobre el vientre. El agua seguía
lengüeteándole los pies desnudos. No era algo que fuera a despertarla. El rio
en esa época del año era bastante cálido. Sumergirse en sus aguas era como
sumergirse en un enorme tazón de mate cocido.
Quizás
sintió que fueron dos manos las que la tomaron por los tobillos y la arrastraron con
suavidad hacia al agua. Tal vez soñó que fueron mis dedos los que se deslizaron
bajó su bikini para arrancárselo, dejando la dulce vellosidad de su vulva de
cara al río, como ofreciéndola en un ritual exótico. Los oscuros y viscosos
brazos se enrollaron alrededor de sus piernas con mucho sigilo y la trajeron un
poco más hacia las aguas. El río golpeaba con dulzura en pequeños oleajes sobre
sus glúteos. Una ola rompió con mayor fuerza y el agua salpicó su vulva. Eso la
hizo estremecer, retorciéndose con delicadeza. Los brazos la abrieron de
piernas hasta donde su propia elongación se lo permitía (para una chica que
practicaba danza clásica eso era algo muy fácil de hacer). Ella quedó desnuda,
con las piernas abiertas, ofreciendo su vulva húmeda al río.
A
veces tengo la ilusión de que haya soñado que fueron mis labios los que se
adhirieron a su vagina para succionarla con una fuerza creciente. Aquella
ventosa viscosa solo la soltó en dos ocasiones para adherirse mejor, emitiendo
estimulantes sonidos de besos.
A
medida que la succionaba, el área abarcada era mayor, como si fuese una
anaconda devorando a su presa. Al cabo de unos minutos, toda su entrepierna
quedó cubierta por el órgano succionador, desde su monte de Venus hasta su
orificio anal. Su vulva se inyecto en sangre como nunca antes lo había hecho,
eso la hizo enloquecer de placer. Su ano comenzó a defecar dentro de aquella
extraña boca, su vagina orinó al mismo tiempo. Después continuaron fluyendo los
otros fluidos corporales mientras los brazos más pequeños se enrollaban en sus
senos para estrujarlos.
Cuando
ya poco quedaba, un grueso brazo se enrollo en derredor de su cintura para
exprimir lo que quedaba dentro.
Mis
primos regresaron al lugar, entre risas por haber logrado tirarme al agua. Eugenia se había reducido a un saco de piel seca y huesos quebrados adherido a
la arena. Parecía un cadáver que llevaba meses allí, al que no le quedaba ningún tipo de fluido dentro.
5
La muerte de Eugenia
nunca se esclareció. El comisario dijo que un animal del río la mató, aunque
nunca había visto un animal que haga cosa semejante. Las viejas del pueblo, en
cambio, comenzaron a hablar del “Jachirú”. Y ahí fue cuando tuve que irme del
paraje y comencé a deambular por los montes. A mi padre lo habían matado, rociándolo
con querosene y prendiéndolo fuego mientras dormía, acusado de ser un
“Jachirú”. Dicen que había devorado a una niña que estaba lavando ropa en el
río. Y decían que yo tenía su sangre y la misma maldición.
Mi
abuela me había pedido con lágrimas en los ojos, cuando me encontró a los cinco
años jugando a orillas del río, que jamás ingrese a las aguas. Decía que mi
sangre era mala y que las consecuencias podían ser nefastas.
Quizás,
la única persona en mi vida que haya logrado penetrar en las profundidades de
mi alma, así como yo penetré en los profundo de su carne, haya sido Isabel. Y
en esa penetración pudo ver en mi interior lo que nadie hasta entonces se había
animado a ver: un “hijo del diablo”