―¿Está seguro de
que pueden traerla de regreso?
―Es lo que intentamos.
―¿Es lo que intentan o están seguros de poder hacerlo?
La doctora Bergman
volteó hacia Cosz sin soltar las mangueras por donde fluían el suero y los fluidos del dulce descanso.
―Señor Cosz,
cuando Amanda se quitó la vida, no existían siquiera los preservadores, no
existía la conservación en frío, ni hablar del sistema de conservación de los
cuerpos en estado de semivida. ―Cosz miró al piso, en parte avergonzado, en
parte imbuido en una profunda tristeza. La doctora dejó de manipular las
mangueras, se acercó a él y apoyó su mano en el hombro del hombre. Cosz levantó
la vista hacia ella; estaba llorando―. Han pasado doscientos setenta y cuatro
años desde la muerte de Amanda. No me obligue a darle detalles de lo que
encontramos al exhumar sus restos. Es una proeza que, a partir del ADN, hayamos
podido reconstruir su memoria. El caso de Sylvia es distinto. Sylvia lleva
setenta y seis años en semivida. Solo fue requerido su retorno en tres
ocasiones, y el Moratorio de Nuestra Señora de Luján es el más avanzado de
Sudamérica. No obstante, el trabajo del equipo de Înviat Corporation ha sido
arduo y admirable. El Alzheimer suele hacer estragos en la memoria de nuestros
clientes, estragos que perduran incluso durante el estado de semivida. Înviat
Corporation es la única empresa en el mundo que ha logrado vencer al Alzheimer
post mortem. Los servicios que aquí le ofrecemos no los va a conseguir en
ningún sitio de la Confederación Euroasiática.
Leticia Bergman
continuó con los ajustes de la aparatología. Cuando todo estuvo listo, volvió a
dirigirse a Cosz.
―El señor Lizstin
lo espera en su oficina para ultimar detalles.
Cosz asintió
suavemente y se puso de pie con mucho esfuerzo. Permaneció parado, mirando al
piso durante algunos segundos.
―¿Le pasa algo?
―preguntó la doctora Bergman―. Puedo llamar a un enfermero para que lo asista.
Cosz levantó una
mano, indicando que todo estaba bien. Se acercó despacio hacia la puerta y
ingresó al pasillo que daba a la galería del moratorio. Salió al patio y
observó las plantas y los árboles que adornaban el jardín. Se tomó de la
baranda y avanzó muy despacio, casi arrastrando los pies. Doscientos noventa y
cuatro años estaban en el umbral de la vida humana. Le resultaban demasiados.
Si no hubiese programado su vida en sistema prepago, habría desertado hacía
décadas. Sylvia había muerto hacía setenta y seis años. Siete décadas de
profunda soledad. Pudo vencer las barreras de la muerte, pero nunca pudo vencer
los fantasmas de la soledad. Qué distinto era el mundo anterior a Sylvia, el
mundo habitado por él y Morena en una casita del complejo subterráneo de Merlo,
o el mundo habitado por él y Ana en una vieja torre de Floresta. En aquel
mundo, los automóviles aún rodaban por tierra y las aeronaves de pasajeros no
salían de la atmósfera terrestre. Vio un destello en el cielo y notó que bien
podría ser un MH5 en viaje a la Luna. Siguió avanzando hasta llegar a una
puerta blanca, donde un número «5» ondulaba en una pantalla de membrana
ectoplasmática.
―«Mario Cosz» ―se
anunció, parado frente a la pantalla.
La puerta
desapareció, y Cosz pudo ver a Lizstin flotando en la oficina circular, tomando
y borrando datos en el aire. Cuando Lizstin lo vio parado en la entrada,
descendió hasta su silla y lo invitó a pasar. Cosz ingresó despacio, quedándose
de pie, observando el ataúd de plástico blanco que estaba frente al escritorio
de Lizstin. Este le señaló la silla al lado del ataúd, invitándolo a tomar
asiento. Cosz agradeció con un gesto, esbozó una imperceptible sonrisa, reparó
una vez más en el ataúd y avanzó hacia la silla. Lizstin se colocó el notehelmet
en la cabeza y se conectó. Cosz hizo lo propio. La asistente de Lizstin, una
mujer corpulenta de traje gris de una sola pieza, colocó los sensores en las
entradas USB del ataúd y activó el bluetooth. Delante de Lizstin comenzó
a ondular la pantalla ectoplasmática. Lizstin esbozó una mueca de desconcierto
apenas perceptible bajo el casco
―¿Conectó el
transmisor de datos? ―preguntó Liztin a sus asistente.
―Afirmativo. El bluetooth está…
Lizstin se quitó
la notehelmet de su cabeza con cierto
enfado.
―Por el hecho de que hoy es su primer día en Înviat Corporation voy a darle una oportunidad ¿En qué
moratorio trabajaba?
―Está en mi
curriculum…
―Pregunté en qué
moratorio trabajaba
―En San Patricio
de Montevideo, señor.
Lizstin sonrió con
sarcasmo y se colocó nuevamente su caso visor.
―Le voy a decir
algo, por si no se lo mencionaron en su entrevista. En Înviat no usamos el
transmisor bluetooth desde 2315. ―Comenzó a activar las funciones mentales del
aparato, luego se dirigió a su asistente con cierto desprecio―. ¿Qué es eso de
andar usando tecnología del siglo XXI? ¡Por favor! En Înviat Corporation
utilizamos solo el transmisor ectoplasmático. Si este falla, recurrimos al bluetooth únicamente para no perder la
transmisión con el semivivo. Y si llegase a ocurrir un colapso eléctrico,
bueno, en ese caso utilizamos los transmisores USB con baterías. ¿Estamos
listos?
―Todo en orden,
señor.
―¿Señor Cosz?
―Puede proceder.
Una luminosidad azul
se encendió dentro del ataúd de plástico. Dentro del recipiente podían verse
los contornos de una mujer.
Lizstin comenzó a
digitar en el aire sensores que solo él veía.
―«Fecha de
caducidad: veinticuatro de septiembre de dos mil trescientos cincuenta y cuatro».
Eso es mañana. «Desactivación biológica en Plan Bronce. Abono de doscientos
cuarenta y cinco soles andinos». ―Lizstin interrumpió la lectura, permaneció
pensativo. Luego volteó para mirar a Cosz. La parte frontal de su casco
desapareció, dejando a la vista sus ojos celestes―. ¿Quién va a pagar los
ciento trece soles andinos que aún se adeudan?
―Nadie.
Lizstin se retiró
el casco.
―¿Cómo que nadie?
―Hace veintidós
años que se me acabaron los créditos de vida. Para adelantar mi desactivación
biológica necesitaba cuarenta y un soles andinos, pero ya no me quedaba nada.
Con gusto hubiese accedido a la desactivación hace veintidós años. No crea que
vivir veintidós años en la vejez como un deslizado
es algo que le recomendaría a alguien. ―Cosz hizo una pausa para mirar el
ataúd―. ¿Ella me escucha?
―Aún no.
―No quisiera que
supiera la suerte que corrí en mi vida. Ella aún cree que soy un escritor que
vive con una renta mensual de treinta y tres soles. Eso dejó de ser así después
del Sumidero de la Historia.
Lizstin dejó el notehelmet sobre su escritorio.
―Señor Cosz,
lamento mucho su situación y la de los millones de deslizados que nos dejó el
Sumidero, pero no puedo acreditarle su ingreso a la Eternidad adeudando ciento
trece soles.
―No quiero mi ingreso a la Eternidad. Ni el mío, ni el de mi esposa, ni el de mi hija.
Lizstin lo observó
entrecerrando los ojos, como si no comprendiese qué hacía Cosz allí.
―Solo quiero
acceder junto a Sylvia y Amanda al Último Crepúsculo.
―Señor Cosz…
―Ya he resuelto
los requerimientos legales. ―Cosz tragó saliva. Sus casi tres siglos de vida lo
convertían en un organismo de reacciones lentas. La nuez de su garganta se
elevó lentamente, pareció suspenderse en lo alto como un carro en la cresta de
una montaña rusa, y luego cayó―. Sé que para acceder al Último Crepúsculo se
requiere la autorización de la Auditoría General de La Ciudad. Aquí la tengo.
Cosz apoyó su dedo
anular en su sien izquierda, y la pantalla ectoplasmática empezó a ondular
frente a Lizstin.
―Ahí está mi libre
deuda. «Se pagan los cuarenta y un soles a Înviat Corporation, se descuentan
sellos e impuestos», y aún quedan setenta y dos soles para mi hija.
―¿Amanda Cosz?
―No. Ella ya tiene
su Último Crepúsculo pagado junto al mío y el de mi esposa. Tengo otra hija llamada
Stella Maris Cosz. La perdimos luego de la gran guerra, cuando las bombas
cayeron sobre la Ciudad del Estuario.
―¿Cómo sabe que…?
―¿Cómo sé que no
está muerta? No lo sé, pero no me perdonaría condenarla al sufrimiento eterno.
Vagar por el mundo como una deslizada sin créditos de vida ni sábana de
depósitos en ningún moratorio… ¿Usted vio el ocaso de la vida de esa gente?
―Me temo que no.
―Algunos llegan a
vivir trescientos cincuenta años. Algunos dicen llegar a cuatrocientos. Sin
créditos para acceder a una desactivación digna, no los aceptan en ningún
moratorio. La Iglesia del Señor de la Luz los lleva a hogares para deslizados.
Allí pasan sus últimos días, desintegrándose ante el cuidado piadoso de las
hermanas de la luz. Los que no corren esa suerte se van desintegrando en vida.
Pierden la piel, el pelo, las uñas; luego la carne, hasta quedar solo su
armazón óseo, sostenido por los clavos de titanio y los órganos artificiales
expuestos. Mueren en callejones y esquinas de la Ciudad de las Sombras. No
quiero ese final para mi hija. Su desactivación ya está paga, para que acceda a
ella cuando lo requiera.
Lisztin observó
los documentos que ondulaban ante él.
―Parece que todo
está en orden. Que sea Último Crepúsculo, entonces.
Lisztin se colocó
la notehelmet en la cabeza y firmó
los documentos con un holograma.
―No recuerdo quien
fue el último que pidió el Último Crepúsculo. Todos quieren acceder a la
Eternidad.
―Yo no la quiero.
―Ya veo, señor
Cosz. Excelente elección
»¡Bremia! ―Liztin
llamó a su asistente―. Prepare el Último Crepúsculo para el señor Cosz y su
familia.
―Enseguida, señor
Lisztin. ¿A dónde desea que ocurra, señor Cosz?
Cosz volteó para
mirar a Lisztin.
―¿Puedo observar
una lista de destinos?
―Por sus fondos
disponibles, me temo que no hace falta. Solo puede elegir un destino dentro del
Cono Sur.
―¿No Texas? ¿Australia?
―Solo en el Cono
Sur. A no ser que quiera anular los fondos destinados a su hija…
―Olvídelo. No voy
a hacer eso.
La asistente se
colocó su notehelmet.
―¿Qué destino
elige, señor Cosz?
Cosz
pensó durante unos instantes, escudriñó los rincones de la oficia de Lisztin,
como buscando una respuesta. Luego miró a Bremia.
―¿Chapadmalal aún
existe? Es decir, después de que cayeron las bombas…
Bremia sonrió.
―Es el Último
Crepúsculo, señor Cosz. Podría elegir la antigua Roma si lo desease ―Bremia
cambió su talante― Espere. Olvide eso. El señor Lisztin acotó su elección al
Cono…
―Entendí el
concepto ―Cozs se dirigió a Lisztin―. Ya estoy listo.
―¡Perfecto!
»Bremia, despierte
a Sylvia y Amanda.
Bremia dio la
orden y un hombre ingresó con un segundo ataúd que colocó al lado del de
Sylvia. El resplandor azul solo dejó ver una pequeña esfera de quince
centímetros flotando en el vacío.
―Pusimos la
memoria en un ataúd para que no la vea reducida a lo que hoy es. Pasó mucho
tiempo, señor Cosz.
―Entiendo.
―¿Mario? ―se
escuchó la voz de una mujer reverberando en el recinto― ¿Mario, estás acá?
―Sí, Sylvia. Estoy
acá.
La voz de Sylvia
lloró dentro del ataúd.
―¿Papá? ¿Mamá?
―¿Amanda?
―preguntó la voz dentro del ataúd de Sylvia―. Hija mía.
―Acá estamos,
Amanda ―dijo Cosz.
―¿Qué está
pasando? ¿Por qué puedo sentirlos, pero no puedo verlos?
―No estamos juntos
aún, Amanda. Mañana sí lo estaremos. Nos iremos de vacaciones.
―¡Papá! ―exclamó
Amanda. Después rio.
―Nos iremos a
Chapadmalal.
―Prometiste
llevarnos a Texas ―dijo Sylvia, con decepción.
―No podemos ir a
Texas.
―¿Por qué? ―preguntó
Amanda― ¿A Australia tampoco?
―¿Te gustaría ir a
Australia, hija?
―Me encantaría.
Una lágrima rodó
por la mejilla de Cosz
«No
lo recuerda»
―Siempre quise
conocer Australia.
«Allí
moriste»
Cosz se pasó el
dorso de la mano por el rostro, secándose las lágrimas.
―Iremos a
Chapadmalal. Serán unas vacaciones cortas, las más cortas de las que hayan
tenido memoria. Quiero que las disfrutemos como si fuesen las últimas.
―Eso haremos, papá
¿Podemos ir al arroyo?
―Ahí vamos a ir.
Ahí creciste durante los veranos.
Amanda
rio.
La tarde muere
sobre las costas del Atlántico. Cosz observa como su sombra, junto a la de su
hija y la de Sylvia, se alarga paulatinamente hacia la espuma que deja el
oleaje mientras la tarde se muere.
―Es tan lindo como
lo recuerdo ―dijo Amanda―. Es el mismo lugar de cuando era chica. ¿Dónde está
Stella?
A Cosz se le hizo
un nudo en la garganta.
―Estudiando, hija.
Debe dar finales. Este año se recibe.
Cosz abrazó fuerte
a su hija.
―¿Que vamos a
hacer esta noche? ―preguntó Sylvia.
―Eso, ¿qué vamos a
hacer? Podríamos ir al cine ―propuso Amanda.
―Aunque,
pensándolo bien ―expuso Sylvia―, podríamos dejarlo para mañana. Me está
agarrando mucho sueño.
―A mí también ―acotó
Amanda. Luego bostezó.
A sus espaldas, el
sol se escondía tras las montañas del oeste. Delante de ellos, las sombras de
los tres se estiraron hasta besar las aguas del Atlántico. Cosz las abrazó
fuerte contra su pecho y las besó en la frente.
―Duerman. No
piensen en mañana. Solo duerman.
Una
lágrima resbaló por el rostro de Cosz.
La tarde muere
sobre las costas de lo que alguna vez fue Argentina. El sol se oculta tras las
montañas de Los Andes. Desde las laderas, un ejército de sombras se precipita
hacia el Atlántico. Avanzan como verdugos portando en sus manos la más cruel de
las sentencias.
Cuando
la oscuridad cubra con su manto de silencio los cuerpos tirados sobre la arena,
los sepultará para siempre en el peor de los castigos: el que borra toda
memoria de lo que alguna vez fuimos sobre esta tierra.