"Las elegidas" Novela ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016

Cuentos Fantásticos y de Terror

martes, 25 de febrero de 2025

El último crepúsculo (Ganador Premio Abreú 2024)




―¿Está seguro de que pueden traerla de regreso?
―Es lo que intentamos.
―¿Es lo que intentan o están seguros de poder hacerlo?

La doctora Bergman volteó hacia Cosz sin soltar las mangueras por donde fluían el suero y los fluidos del dulce descanso.

―Señor Cosz, cuando Amanda se quitó la vida, no existían siquiera los preservadores, no existía la conservación en frío, ni hablar del sistema de conservación de los cuerpos en estado de semivida. ―Cosz miró al piso, en parte avergonzado, en parte imbuido en una profunda tristeza. La doctora dejó de manipular las mangueras, se acercó a él y apoyó su mano en el hombro del hombre. Cosz levantó la vista hacia ella; estaba llorando―. Han pasado doscientos setenta y cuatro años desde la muerte de Amanda. No me obligue a darle detalles de lo que encontramos al exhumar sus restos. Es una proeza que, a partir del ADN, hayamos podido reconstruir su memoria. El caso de Sylvia es distinto. Sylvia lleva setenta y seis años en semivida. Solo fue requerido su retorno en tres ocasiones, y el Moratorio de Nuestra Señora de Luján es el más avanzado de Sudamérica. No obstante, el trabajo del equipo de Înviat Corporation ha sido arduo y admirable. El Alzheimer suele hacer estragos en la memoria de nuestros clientes, estragos que perduran incluso durante el estado de semivida. Înviat Corporation es la única empresa en el mundo que ha logrado vencer al Alzheimer post mortem. Los servicios que aquí le ofrecemos no los va a conseguir en ningún sitio de la Confederación Euroasiática.

Leticia Bergman continuó con los ajustes de la aparatología. Cuando todo estuvo listo, volvió a dirigirse a Cosz.

―El señor Lizstin lo espera en su oficina para ultimar detalles.

Cosz asintió suavemente y se puso de pie con mucho esfuerzo. Permaneció parado, mirando al piso durante algunos segundos.

―¿Le pasa algo? ―preguntó la doctora Bergman―. Puedo llamar a un enfermero para que lo asista.

Cosz levantó una mano, indicando que todo estaba bien. Se acercó despacio hacia la puerta y ingresó al pasillo que daba a la galería del moratorio. Salió al patio y observó las plantas y los árboles que adornaban el jardín. Se tomó de la baranda y avanzó muy despacio, casi arrastrando los pies. Doscientos noventa y cuatro años estaban en el umbral de la vida humana. Le resultaban demasiados. Si no hubiese programado su vida en sistema prepago, habría desertado hacía décadas. Sylvia había muerto hacía setenta y seis años. Siete décadas de profunda soledad. Pudo vencer las barreras de la muerte, pero nunca pudo vencer los fantasmas de la soledad. Qué distinto era el mundo anterior a Sylvia, el mundo habitado por él y Morena en una casita del complejo subterráneo de Merlo, o el mundo habitado por él y Ana en una vieja torre de Floresta. En aquel mundo, los automóviles aún rodaban por tierra y las aeronaves de pasajeros no salían de la atmósfera terrestre. Vio un destello en el cielo y notó que bien podría ser un MH5 en viaje a la Luna. Siguió avanzando hasta llegar a una puerta blanca, donde un número «5» ondulaba en una pantalla de membrana ectoplasmática.

―«Mario Cosz» ―se anunció, parado frente a la pantalla.  

La puerta desapareció, y Cosz pudo ver a Lizstin flotando en la oficina circular, tomando y borrando datos en el aire. Cuando Lizstin lo vio parado en la entrada, descendió hasta su silla y lo invitó a pasar. Cosz ingresó despacio, quedándose de pie, observando el ataúd de plástico blanco que estaba frente al escritorio de Lizstin. Este le señaló la silla al lado del ataúd, invitándolo a tomar asiento. Cosz agradeció con un gesto, esbozó una imperceptible sonrisa, reparó una vez más en el ataúd y avanzó hacia la silla. Lizstin se colocó el notehelmet en la cabeza y se conectó. Cosz hizo lo propio. La asistente de Lizstin, una mujer corpulenta de traje gris de una sola pieza, colocó los sensores en las entradas USB del ataúd y activó el bluetooth. Delante de Lizstin comenzó a ondular la pantalla ectoplasmática. Lizstin esbozó una mueca de desconcierto apenas perceptible bajo el casco

―¿Conectó el transmisor de datos? ―preguntó Liztin a sus asistente. 

―Afirmativo. El bluetooth está…

Lizstin se quitó la notehelmet de su cabeza con cierto enfado.  

―Por el hecho de que hoy es su primer día en Înviat Corporation voy a darle una oportunidad ¿En qué moratorio trabajaba?

―Está en mi curriculum…

―Pregunté en qué moratorio trabajaba

―En San Patricio de Montevideo, señor.

Lizstin sonrió con sarcasmo y se colocó nuevamente su caso visor.

―Le voy a decir algo, por si no se lo mencionaron en su entrevista. En Înviat no usamos el transmisor bluetooth desde 2315. ―Comenzó a activar las funciones mentales del aparato, luego se dirigió a su asistente con cierto desprecio―. ¿Qué es eso de andar usando tecnología del siglo XXI? ¡Por favor! En Înviat Corporation utilizamos solo el transmisor ectoplasmático. Si este falla, recurrimos al bluetooth únicamente para no perder la transmisión con el semivivo. Y si llegase a ocurrir un colapso eléctrico, bueno, en ese caso utilizamos los transmisores USB con baterías. ¿Estamos listos?

―Todo en orden, señor.

―¿Señor Cosz?

―Puede proceder.

Una luminosidad azul se encendió dentro del ataúd de plástico. Dentro del recipiente podían verse los contornos de una mujer.

Lizstin comenzó a digitar en el aire sensores que solo él veía.

―«Fecha de caducidad: veinticuatro de septiembre de dos mil trescientos cincuenta y cuatro». Eso es mañana. «Desactivación biológica en Plan Bronce. Abono de doscientos cuarenta y cinco soles andinos». ―Lizstin interrumpió la lectura, permaneció pensativo. Luego volteó para mirar a Cosz. La parte frontal de su casco desapareció, dejando a la vista sus ojos celestes―. ¿Quién va a pagar los ciento trece soles andinos que aún se adeudan?

―Nadie.

Lizstin se retiró el casco.

―¿Cómo que nadie?

―Hace veintidós años que se me acabaron los créditos de vida. Para adelantar mi desactivación biológica necesitaba cuarenta y un soles andinos, pero ya no me quedaba nada. Con gusto hubiese accedido a la desactivación hace veintidós años. No crea que vivir veintidós años en la vejez como un deslizado es algo que le recomendaría a alguien. ―Cosz hizo una pausa para mirar el ataúd―. ¿Ella me escucha?

―Aún no.

―No quisiera que supiera la suerte que corrí en mi vida. Ella aún cree que soy un escritor que vive con una renta mensual de treinta y tres soles. Eso dejó de ser así después del Sumidero de la Historia.

Lizstin dejó el notehelmet sobre su escritorio.

―Señor Cosz, lamento mucho su situación y la de los millones de deslizados que nos dejó el Sumidero, pero no puedo acreditarle su ingreso a la Eternidad adeudando ciento trece soles.

―No quiero mi ingreso a la Eternidad. Ni el mío, ni el de mi esposa, ni el de mi hija.

Lizstin lo observó entrecerrando los ojos, como si no comprendiese qué hacía Cosz allí.

―Solo quiero acceder junto a Sylvia y Amanda al Último Crepúsculo.

―Señor Cosz…

―Ya he resuelto los requerimientos legales. ―Cosz tragó saliva. Sus casi tres siglos de vida lo convertían en un organismo de reacciones lentas. La nuez de su garganta se elevó lentamente, pareció suspenderse en lo alto como un carro en la cresta de una montaña rusa, y luego cayó―. Sé que para acceder al Último Crepúsculo se requiere la autorización de la Auditoría General de La Ciudad. Aquí la tengo.

Cosz apoyó su dedo anular en su sien izquierda, y la pantalla ectoplasmática empezó a ondular frente a Lizstin.

―Ahí está mi libre deuda. «Se pagan los cuarenta y un soles a Înviat Corporation, se descuentan sellos e impuestos», y aún quedan setenta y dos soles para mi hija.

―¿Amanda Cosz?

―No. Ella ya tiene su Último Crepúsculo pagado junto al mío y el de mi esposa. Tengo otra hija llamada Stella Maris Cosz. La perdimos luego de la gran guerra, cuando las bombas cayeron sobre la Ciudad del Estuario.

―¿Cómo sabe que…?

―¿Cómo sé que no está muerta? No lo sé, pero no me perdonaría condenarla al sufrimiento eterno. Vagar por el mundo como una deslizada sin créditos de vida ni sábana de depósitos en ningún moratorio… ¿Usted vio el ocaso de la vida de esa gente?

―Me temo que no.

―Algunos llegan a vivir trescientos cincuenta años. Algunos dicen llegar a cuatrocientos. Sin créditos para acceder a una desactivación digna, no los aceptan en ningún moratorio. La Iglesia del Señor de la Luz los lleva a hogares para deslizados. Allí pasan sus últimos días, desintegrándose ante el cuidado piadoso de las hermanas de la luz. Los que no corren esa suerte se van desintegrando en vida. Pierden la piel, el pelo, las uñas; luego la carne, hasta quedar solo su armazón óseo, sostenido por los clavos de titanio y los órganos artificiales expuestos. Mueren en callejones y esquinas de la Ciudad de las Sombras. No quiero ese final para mi hija. Su desactivación ya está paga, para que acceda a ella cuando lo requiera.

Lisztin observó los documentos que ondulaban ante él.

―Parece que todo está en orden. Que sea Último Crepúsculo, entonces.

Lisztin se colocó la notehelmet en la cabeza y firmó los documentos con un holograma. 

―No recuerdo quien fue el último que pidió el Último Crepúsculo. Todos quieren acceder a la Eternidad.

―Yo no la quiero.

―Ya veo, señor Cosz. Excelente elección

»¡Bremia! ―Liztin llamó a su asistente―. Prepare el Último Crepúsculo para el señor Cosz y su familia.

―Enseguida, señor Lisztin. ¿A dónde desea que ocurra, señor Cosz?

Cosz volteó para mirar a Lisztin.

―¿Puedo observar una lista de destinos?

―Por sus fondos disponibles, me temo que no hace falta. Solo puede elegir un destino dentro del Cono Sur.

―¿No Texas? ¿Australia?

―Solo en el Cono Sur. A no ser que quiera anular los fondos destinados a su hija…

―Olvídelo. No voy a hacer eso.

La asistente se colocó su notehelmet.

―¿Qué destino elige, señor Cosz?

            Cosz pensó durante unos instantes, escudriñó los rincones de la oficia de Lisztin, como buscando una respuesta. Luego miró a Bremia.

―¿Chapadmalal aún existe? Es decir, después de que cayeron las bombas…

Bremia sonrió.

―Es el Último Crepúsculo, señor Cosz. Podría elegir la antigua Roma si lo desease ―Bremia cambió su talante― Espere. Olvide eso. El señor Lisztin acotó su elección al Cono…

―Entendí el concepto ―Cozs se dirigió a Lisztin―. Ya estoy listo.

―¡Perfecto!

»Bremia, despierte a Sylvia y Amanda.

Bremia dio la orden y un hombre ingresó con un segundo ataúd que colocó al lado del de Sylvia. El resplandor azul solo dejó ver una pequeña esfera de quince centímetros flotando en el vacío.

―Pusimos la memoria en un ataúd para que no la vea reducida a lo que hoy es. Pasó mucho tiempo, señor Cosz.

―Entiendo.

―¿Mario? ―se escuchó la voz de una mujer reverberando en el recinto― ¿Mario, estás acá?

―Sí, Sylvia. Estoy acá.

La voz de Sylvia lloró dentro del ataúd.

―¿Papá? ¿Mamá?

―¿Amanda? ―preguntó la voz dentro del ataúd de Sylvia―. Hija mía.

―Acá estamos, Amanda ―dijo Cosz.

―¿Qué está pasando? ¿Por qué puedo sentirlos, pero no puedo verlos?      

―No estamos juntos aún, Amanda. Mañana sí lo estaremos. Nos iremos de vacaciones.

―¡Papá! ―exclamó Amanda. Después rio.

―Nos iremos a Chapadmalal.

―Prometiste llevarnos a Texas ―dijo Sylvia, con decepción.

―No podemos ir a Texas.

―¿Por qué? ―preguntó Amanda― ¿A Australia tampoco?

―¿Te gustaría ir a Australia, hija?

―Me encantaría.

Una lágrima rodó por la mejilla de Cosz

«No lo recuerda»

Siempre quise conocer Australia.

«Allí moriste» 

Cosz se pasó el dorso de la mano por el rostro, secándose las lágrimas.

―Iremos a Chapadmalal. Serán unas vacaciones cortas, las más cortas de las que hayan tenido memoria. Quiero que las disfrutemos como si fuesen las últimas.

―Eso haremos, papá ¿Podemos ir al arroyo?

―Ahí vamos a ir. Ahí creciste durante los veranos.

Amanda rio.


La tarde muere sobre las costas del Atlántico. Cosz observa como su sombra, junto a la de su hija y la de Sylvia, se alarga paulatinamente hacia la espuma que deja el oleaje mientras la tarde se muere.

―Es tan lindo como lo recuerdo ―dijo Amanda―. Es el mismo lugar de cuando era chica. ¿Dónde está Stella?

A Cosz se le hizo un nudo en la garganta.

―Estudiando, hija. Debe dar finales. Este año se recibe.

Cosz abrazó fuerte a su hija.

―¿Que vamos a hacer esta noche? ―preguntó Sylvia.

―Eso, ¿qué vamos a hacer? Podríamos ir al cine ―propuso Amanda.

―Aunque, pensándolo bien ―expuso Sylvia―, podríamos dejarlo para mañana. Me está agarrando mucho sueño.

―A mí también ―acotó Amanda. Luego bostezó.

A sus espaldas, el sol se escondía tras las montañas del oeste. Delante de ellos, las sombras de los tres se estiraron hasta besar las aguas del Atlántico. Cosz las abrazó fuerte contra su pecho y las besó en la frente.

―Duerman. No piensen en mañana. Solo duerman.

Una lágrima resbaló por el rostro de Cosz.


La tarde muere sobre las costas de lo que alguna vez fue Argentina. El sol se oculta tras las montañas de Los Andes. Desde las laderas, un ejército de sombras se precipita hacia el Atlántico. Avanzan como verdugos portando en sus manos la más cruel de las sentencias.

Cuando la oscuridad cubra con su manto de silencio los cuerpos tirados sobre la arena, los sepultará para siempre en el peor de los castigos: el que borra toda memoria de lo que alguna vez fuimos sobre esta tierra.