No quiero cristalizarme
(Cuento corto ganador del Concurso Frikipalozza 2022, organizado por la Secretaría de Cultura de San Luis)
Erns observaba la ciudad desde los ojos de una paloma. Cuando pasó sobre una plaza, saltó hasta el cuerpo de un perro que trotaba por el césped. Sintió la ya habitual sensación de zambullirse en la masa sólida y viscosa del cerebro del animal. Pero esta vez no fue como siempre: sintió la incomodidad del hacinamiento dentro del órgano.
—Acá ya estamos nosotros. ¡Andate! —le exigió Koms.
—Sí, somos muchos. Nos van a descubrir —dijo Lups, algo molesto.
—¡Cállense! —ordenó Erns—. Si nos descubren es por ustedes.
El perro se detuvo frente a una mujer rubia que sostenía un collar en
sus manos. Los tres huéspedes observaron a la mujer desde los ojos del animal.
Ella los miró y balbuceó como una muerta animada:
—¿Kurs?
—¡Fuera de juego! —gritó Erns, y Volps salió volando del cerebro de la
rubia. En el vuelo alcanzó un abejorro que surcaba el aire a baja altura.
Tan pronto como Volps abandonó el cuerpo, la mujer se desplomó sobre el
césped.
—¡Vamos! —gritó Koms.
Los tres salieron en dirección a una urraca que levantó vuelo desde los
arbustos de la plaza. Erns y Lups lograron alcanzar al ave, pero Koms llegó
tarde al punto de penetración. Sintió un ardor que lo consumía por dentro.
Intentó ocupar el cuerpo de una hormiga, pero el huésped que estaba en el
cuerpo de un anciano la aplastó bajo la suela de su zapato. Zigzagueando en el
aire, llegó hasta el cuerpo de una niña que estaba sentada en el arenero. La
niña miraba el cielo con ojos muertos, dos pedazos de mármol cubiertos por una
película opalescente; pero pareció revivir de repente. De un salto se puso de
pie y echó a correr.
Koms no logró alcanzarla; se retorció en el piso como una culebra y
luego se cristalizó. A la distancia, Erns y Lups rieron. El huésped que estaba
alojado en el cuerpo de la niña salió e ingresó en una hormiga. La niña se
desplomó sobre la vereda de la plaza. Su cabeza rebotó en el suelo, golpeando
la nuca dos veces antes de quedar nuevamente mirando al cielo con sus ojos
muertos.
La mujer tirada en la hierba abrió los ojos. Estiró su brazo tembloroso
hacia la niña, pero este se desplomó sobre el césped, como si estuviese
muriendo por etapas. Sus ojos escupieron un dolor acuoso que cayó por su rostro
petrificado.
Ocho meses atrás, los desalojadores hubieran succionado a los huéspedes
con las «casas de atrape». Pero los últimos desalojadores fueron infectados
cuando los huéspedes mutaron por enésima vez desde su arribo a la Tierra. No
había nadie en la humanidad que no estuviera infectado. Solo unos miles en la
etapa terminal. El resto: un mar de cadáveres que los huéspedes usaban a su
antojo.
Erns y Lups abandonaron la urraca cuando el ave voló rasante sobre los
sembrados de maíz en las afueras del pueblo. Ambos ingresaron en el cerebro de
una de los millares de ratas que habitaban la colonia bajo el maizal. Una rata
gorda se acercó a ellos.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó la madre de Lups desde el cerebro de
la rata.
Lups hizo una pausa antes de contestar.
—Te pregunté dónde está tu hermano.
—Se cristalizó.
—Entonces se queda en este planeta. Mañana nos vamos.
—¿Cómo?
—Nos vamos. Un meteorito con capacidad de extinción impactará mañana muy
cerca de aquí. Ya mismo, la colonia de seres bajo el maizal se traslada al
punto de impacto. Es la única manera de asegurarnos de que la explosión nos
arroje de nuevo al espacio exterior. Allí nos cristalizaremos hasta alcanzar un
nuevo mundo habitado. Aquí ya no queda nada por hacer.
—No quiero cristalizarme —repuso Lups.
—Agradecé que vas a viajar junto al resto y que no te quedarás aquí
esperando por ciclos el reinicio de la vida —la rata gorda emprendió la marcha,
luego se detuvo y volteó hacia Lups—, como sí le va a pasar a tu hermano. ¿Por
culpa de quién? ¿Eh? ¿Por culpa de quién? ¡De ustedes dos!
Erns se acongojó dentro de su rata de albergue.
Diecisiete horas antes del
impacto
Una multitud de ratas se dirige a las costas de Yucatán. Algunos perros,
gatos y algún que otro humano se mezclan con los roedores. Tan pronto como los
huéspedes abandonan sus cuerpos para ingresar en sus ratas de albergue, los
cuerpos que dejan atrás se desploman sobre el campo, entumecidos de cara al
cielo. Algunas aves sobrevuelan la multitud y luego caen como succionadas por
la tierra.
La rata de albergue de Lups y la de su madre viajan juntas.
—¿Qué va a pasar con este mundo? —pregunta Lups.
—Lo mismo que con todos los anteriores —responde la madre—. En algún
momento volverá a poblarse de seres. Quizás otros como nosotros lleguen para
entonces. Nosotros debemos buscar otro mundo. Este ya no nos pertenece. Los
muertos no pueden albergarnos por mucho tiempo.
La marea oscura de ratas se dirige hacia las costas del este bajo la luz
mortecina del ocaso. En los cielos del crepúsculo, una estrella jamás vista
brilla con la intensidad de un sol lejano.
En las ciudades del mundo, los cadáveres adornan las calles como
esquirlas de una civilización que explotó antes de tiempo. Una civilización que
dominó el planeta por decenas de millones de años, hasta que un fragmento de
piedra infectado de intangibles seres inteligentes se topó de repente con un
planeta llamado Tierra.