A veces simplemente hay que animarse
Por
Rogelio Oscar Retuerto
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Retuerto
A veces simplemente hay que animarse
Conocí
a Malena en el 303, en el trayecto que hace entre Morón y San Miguel. Ella
debería tener unos dieciocho años (no le pregunto la edad a las mujeres. Nunca
fue algo que me interesase. Ni siquiera para entrar en conversación). Yo
andaría por los veintiuno. Lo recuerdo a la perfección porque estaba preparando
la suite N°1 de Bach para el examen del conservatorio. Malena viajaba parada
casi al frente del colectivo, al lado de la máquina expendedora de boletos. Yo
iría por la mitad. Entre nosotros: una muralla de gente. Pero como toda muralla
(a excepción de la China y alguna que crearon para separar a los sueños de
aquellos que los sueñan) tarde o temprano se terminan derrumbando. A nosotros
nos bastó el tiempo que existe (a paso de colectivo) entre Morón y la Avenida
Pedro Díaz. La gente que nos separaba fue desapareciendo, como incógnitas
despejadas en una ecuación circulante. Cuando la última se bajó, ahí estaba
ella. Les aseguro que lo primero que se me vino a la mente fue una reina de
ébano en el corazón del África profunda. Simplemente nos miramos. No sonreímos,
no nos saludamos, no nos hicimos seña alguna. Solo nos miramos. En un momento
ella dejó de mirarme, pero yo no pude. Seguí contemplándola. Tenía el pelo como
una cascada de caoba que le llegaba a la baja espalda. Ella parecía de
chocolate. Antes de bajar, porque eso fue lo próximo que hizo, me miró y
sonrió. Sus ojos eran negrísimos y su dentadura más blanca que la leche. Dio
media vuelta y bajó. Yo bajé detrás de ella. Cuando se encaminó hacia la
esquina le hable. Le pregunté cómo se llamaba.
–Malena –me dijo.
–Cómo la del tango –le dije.
Ella sonrió.
–Sí, como la del tango –miró el piso–. A mi papá
le gusta el tango. Bueno, imagino que
también el nombre.
Sonrió una vez más y volteó hacia la esquina,
pensativa. Le pregunté si pasaba algo. Me dijo que si el padre la veía con
alguien la mataba. Le dije que no estaba haciendo nada malo; ella no
contestó. Miró el estuche de mi guitarra.
–¿Tocás la guitarra? –me preguntó.
Le dije que sí, que estudiaba en el
conservatorio de Morón.
–Yo estudio en la Universidad de Morón –dijo ella.
Después volvió a mirar el piso.
–Bueno, me voy –dijo.
–Esperá –le pedí.
Ella se detuvo.
Le dije que me gustaría besarla (a veces
simplemente hay que animarse). Ella sonrió y entrecerró los ojos. Me preguntó a
dónde vivía.
–En Tesei –le dije–, cerca de la CIDEC.
–En Tesei –le dije–, cerca de la CIDEC.
Ella me miró, extrañada.
–Eso es re lejos.
–Sí –le contesté–. Seguí de largo por vos.
Ella rió con el universo en los ojos.
Le pregunté si podía darle un beso. Me volvió a
decir que si el padre la veía la mataba. La tomé de la mano y fuimos detrás de
la escultura del mate que aún debe estar en esa esquina de la Avenida Pedro
Díaz (las esculturas suelen ser más
tozudas que las murallas para el paso del tiempo. A lo sumo, el tiempo les
mutila algún brazo, pero en eso el mate les llevaba mucha ventaja). Ya estaba
anocheciendo. Le pregunté si ahí podía besarla y me dijo que sí. No sé durante
cuánto tiempo nos besamos. Solo sé que duró todo lo que tenía que durar. Malena
era hermosa. Oscura como un cielo sin tiempos. Su pelo olía a manzanas y su
piel… su piel tenía la fragancia de algo que veinticinco años después aún no
puedo precisar. Malena era hermosa. Cuando despegamos los labios le di un beso
en la frente.
–Quizás vuelva a verte –le dije–. Ya sé dónde
bajás y a qué hora.
Me dijo que también sabía en donde estudiaba. Dio media vuelta y se fue.
Me dijo que también sabía en donde estudiaba. Dio media vuelta y se fue.
Malena se perdió en la noche. Nada difícil para
una chica de ébano. Yo me quedé mirando la oscuridad. Después de un rato me fui
a mi casa envuelto en sensaciones bellísimas.
Jamás fui a esperarla a la salida de la
universidad. Jamás fui a la parada del mate a esperar que bajase una chica de
ébano envuelta en pelo de caoba y piel de chocolate. Ella tampoco fue jamás por
el conservatorio. Estábamos en la misma ciudad, sabíamos cómo ubicarnos, pero
no lo hicimos.
Imagino que así debió haber sido. No tenemos
anécdotas para contar. Nunca nos encontramos un sábado por la tarde para ir
juntos al videoclub de Vergara a elegir la película de la noche. No. No tuvimos
peleas ni separaciones que llorar. Jamás tuvimos hijos, ni siquiera fuimos
novios. Así debió haber sido, imagino. Para nosotros el tiempo se detuvo en
aquella esquina de Hurlingham en una noche de verano. Malena era hermosa, tanto
como todo lo que recuerdo de ella.
A veces simplemente hay que animarse.