La Nube
Por
Rogelio Oscar Retuerto
Copyright © 2015 Rogelio Oscar
Retuerto
(Relato publicado en el fanzine The Wax Nº3)
1
Aquella fue la
primera y última vez que abrí el negocio a la madrugada. Era septiembre de 2001
y la crisis social hacía estragos a lo largo del país. Recuerdo que la noche
anterior hable con Soledad.
–Negra, sesenta
pesos de caja. Nos vamos a pique –le dije –. Si no hacemos algo, estamos fritos.
–¿Y qué pensás que
podemos hacer? Abrimos a las ocho de la mañana, cerramos a las once de la
noche. Más no podemos hacer, Manuel.
–Yo no voy a abrir
más a la mañana. Vas a tener que abrir vos. Llevas a los pibes a la escuela y
abrís cuando volvés. Yo voy a seguir de largo a la noche y me voy a quedar
hasta las seis de la mañana.
Soledad se rió.
–¿Estás hablando
en serio? –me dijo.
–Muy en serio. Si
cerramos el quiosco ¿qué hacemos? No hay laburo en ningún lado. Es resistir o
cagarnos de hambre. Además, a la noche está todo cerrado. Andan los pibes de
gira, van a comprar bebidas y pucho al cañón o al centro. ¿Vos viste a las once
de la noche? A veces no podemos cerrar, tenemos gente esperando, porque todos
los demás cierran a las diez. De día está lleno de bolichitos, negra. El que se
queda sin laburo se pone un quiosco o, si tiene un auto, se pone a remisiar.
Y así fue, nomás.
A la noche siguiente seguí de largo. Buena venta hasta la 1AM, después decayó.
A las dos de la mañana me desperté. Me había quedado dormido en la silla
mientras miraba “Pare de sufrir”. Me levanté y salí a la vereda. No había un
alma. Cerré el bolichito y me fui a dormir.
2
Me despertó el
tintineo de la campana del boliche. Miré el reloj y eran las tres de la mañana.
Entre el quiosco y la casa había un patio de unos cinco metros. Me pareció todo
muy raro. Juraría que la campanita la habíamos sacado dos años atrás, cuando
pusimos el timbre. Pero la campana seguía sonando. En otros tiempos me hubiese
hinchado las pelotas y me hubiese tapado la cabeza con la almohada, pero esa
noche no. Necesitábamos vender.
Me puse los
cortos, me calcé las ojotas y salí con la remera que tenía puesta. Crucé el
patio al grito de “¡Ya vaaa…! ¡Ya vaaa…!”. Abrí la puertita del negocio y me
sorprendió encontrar la luz prendida. Creía haberla apagado. La tele portátil
también estaba prendida; la balanza electrónica, también. Me apuré a llegar al
frente porque había gente esperando. Cuando abrí la ventanita mi sorpresa fue
mayor. Había tres vagos esperando para comprar. Uno tenía dos envases de birra
en la mano. Al lado había una parejita fumando un porro y atrás una mujer
bajita con una nena de unos diez años.
–Muchachos –le
dije a los vagos.
–Dos Quilmes,
maestro –me pidió el pibe– ¿Tiene Gancia?
–Sí; grande, nomás.
–Listo. Deme
también un Gancia y una Sprite de dos litros y cuarto.
Me pidió dos
salamines y medio de pan. Pan no me quedaba. Me apuré a despacharlo porque no
quería que se me vayan los demás. Aunque después me di cuenta que a esa hora no
tenían a donde ir.
Le entregué las
cosas al pibe y me pagó con cien mangos. Un montón de guita. Fui a la caja
mirando el billete contra la luz. Cuando bajo la mirada me la encuentro a la
negra acomodando la plata en la caja.
–¿Qué hacés acá?
–le pregunté.
–Vine a ayudarte
–me dijo.
Puse el billete de
refilón y no noté que el “100” cambiara de vede a azul. Lo miré de vuelta y
nada. Le pasé el lápiz "botón" y apareció una raya oscura sobre la cara de Roca. Volví a la ventana y vi que el pibe estaba solo. Los otros dos ya se habían
ido, y se habían ido con las bebidas. Ya empezaba a ponerme del orto.
–Este billete no
sirve –le dije al vago.
El pibe lo miró,
frunció el entrecejo y miró para la esquina.
–Uh, que cagada, jefe –me dijo–. Me pagaron hoy con éste.
–No sirve –le dije.
El pibe volvió a
mirar para la esquina.
Me di vuelta para
pedirle a Soledad que atienda a la parejita mientras yo salía a arreglar el
asunto, pero Soledad ya no estaba.
–Esperame un
ratito, ya te atiendo –le dije a la rubiecita con corte Stone que fumaba un porro.
Salí al patio y
miré para todos lados.
–¿Dónde mierda
está? –pregunté a la nada.
Caminé por el
pasillo observando para ver si encontraba el caño de gas que usaba para hacerle
frente a los guachos, pero no había nada.
–¡La puta madre!
–largué, al llegar a la puertita que daba a la callé.
El gato de mi hija
me miró, como si lo hubiera puteado a él.
Abrí la puerta y
salí a la vereda. El vaguito no estaba. Estaba el otro, el más grande, el que
se había llevado las bebidas.
–¿Se lo podemos
pasar mañana, maestro? –me dijo. Ahí me di cuenta que era paraguayo.
–Imposible –le
dije.
–Venimos de
trabajar, amigo. Nos pagaron con ese billete. Yo me comprometo a pasar mañana
temprano y le cancelo.
Miré para la
esquina y ahí estaba la Traffic blanca en la que habían llegado. Si hubiesen
querido cagarme se hubieran ido a la mierda. Pensé que los paraguayos eran
buena gente, laburantes; que este debía ser el contratista y los otros dos los
albañiles.
–Mañana abrimos a
las ocho –le dije.
Además ¿qué iba a
hacer? Las bebidas ya no podía recuperarlas. Miré para la esquina y vi que
estaban mezclando el Gancia y la Sprite en una jarra de plástico, y tenía gente
esperando.
La rubiecita solo
quería dos papelillos ¡dos papelillos! El pibe tenía el cogollo en la palma de
la mano esperando los palelillos para armar el porrito. El paraguayo me había
sacado las bebidas sin pagar, la rubiecita me compró dos miserables papelillos
¿para eso me había levantado a atender?
–Doña –le dije a
la mujer que esperaba con la hija.
Era una mina con
cara de sufrida, de esas que hablan bajito, de esas que apenas pisan los
cuarenta y usan pollera corte testigo de Jehová, con blusas sueltas para que no
se le noten las tetas.
–Le venía a pedir
un favorcito…
Ese prefacio ya lo
conocía. Ahora venía el mangazo. La mina me daba lástima, me miraba con cara de
perro abandonado. Pero también el conejo de la tele lo miraba así al cazador y
era terrible turro.
–… Si no me podía
aguantar unas cositas hasta el viernes.
Me partía el alma,
pero yo estaba peor que ella. Si me pedía un aceite, me quedaba uno solo, y al
día siguiente no iba a tener un mango para reponer mercadería. Si me pedía una
leche, la que quedaba en la heladera la estaba guardando para que desayunen mis
pibes.
–Señora, está re
jodida la mano. Si yo me quedo hasta esta hora es para hacer una monedita más, vio, no para fiar.
La mujer me pidió
disculpas y se fue.
Cuando la mujer se fue decidí cerrar.
–Al pedo me
levanté –le dije al gato de mi hija. El animal asintió (en realidad, maulló).
Terminé de echarle
llave a la puerta y sentí el traqueteo de la ventanita del quiosco.
Trak – trak –trak
– trak
No lo podía creer.
No había hecho un mango partido a la mitad y encima querían afanarme. Sondee el
patio y en una esquina vi el caño de gas tirado en el piso. Lo agarré y enfilé
por el pasillo. Trate de darle vuelta a la llave junto con el traqueteo de la
ventana del quiosco, para que no me escuchasen. Abrí la puerta y salí a la vereda
agitando el caño como un loco. Pero no había nadie. Ni la luz de la calle
estaba encendida. Ni un alma.
Me fui a dormir.
Al día siguiente
me desperté a eso de las once. Soledad estaba en el negocio. Le hice de comer a
los pibes y los llevé a la escuela. Cuando volví me quedé en el boliche.
–Andá –le dije–.
Dormite una siesta.
–¿Vos no vas
a quedarte esta noche? –me preguntó.
–No. Ya no.
Ni bien me siento para ver la tele la veo cruzando la calle a la Micaela. Es como si la vieja
estuviera esperando que se vaya Soledad para venir a llenarme la cabeza en
contra de alguien. Vieja harpía, curandera, mano chanta: una bruja. Soledad la
quería, porque a veces le tiraba las cartas o le curaba el empacho a los
chicos. De paso la vieja aprovechaba para sacarle mano a medio mundo.
–Micaela
–Hola, m´hijo.
Medio de pan, por favor. Si tiene galleta me pone alguna.
–Cómo no.
Sin preguntarle si
quería algo más, le entregué la bolsa. La vieja me pasó la plata.
–Así no los va a
espantar –me dijo la vieja.
–¿Así cómo? –le
pregunté sin mirarla, mientras juntaba el vuelto para darle.
Me acerque a la
ventanilla y le entregué la plata.
–¿Así cómo? –volví
a preguntarle.
–Así, con un caño.
En ese momento me
di cuenta de que estábamos teniendo un diálogo de locos. La vieja me preguntaba
cosas que yo no sabía y yo le contestaba. Fruncí el entrecejo y la mire a los
ojos.
–¿De qué mierda me
está hablando, Micaela?
–De la nube.
Anoche los vi.
–No sé de qué
habla. Que le vaya bien.
Estuve a punto de
cerrar la ventanita, pero lo vieja metió la mano para que no lo haga.
–De la nube.
Anoche los vi. Y así no se los echa. Usted abrió una puerta.
–Abrí la puerta
porque dos guachos me querían entrar al negocio.
–No. No hablo de
esa puerta. Y así no va a echarlos. Hay que darles paz. Piénselo ¿cómo sabía
que eran dos los chicos? Piénselo.
La vieja me dejó
pensando. Yo estaba convencido de que eran dos pibes. Hasta podía hacer un
identikit de los pibes aunque nunca había alcanzado a verlos.
Después se me vino
el mundo abajo. De un momento para otro me acordé de todo. Cada imagen fue como
un flash que encerraba una historia, un disparo que dolía en los huesos. Mi mente
fue acribillada por esas fotografías dolorosas gastadas por el tiempo: los paraguayos asesinados en la
rivera luego de un robo brutal, los encontraron a la mañana siguiente, maniatados y calcinados dentro de la Trafic; les habían robado las herramientas y la plata de la quincena. Dos drogones que se pasaron de rosca y amanecieron en pleno
invierno tirados en la esquina (“cuando los levantaron, hicieron el mismo ruido
que un trapo al despegarlo de la escarcha” diría la Micaela esa misma noche); la
mujer y la hija asesinadas por un marido alcohólico y celoso (“a la nena la
torturó antes de matarla, la torturó de manera sexual”). Todos habían sido mis
clientes, pero no pude reconocerlos esa noche. Fue como si tuviese una nube delante de mis ojos que me impedía ver quiénes eran en realidad.
Esa noche me metí
el orgullo en el orto y me crucé a lo de la Micaela. Me hizo pasar. Nunca había
estado adentro de esa casa. Era espeluznante. Por todos lados se mezclaban
estatuillas de santos con demonios. En un rincón había una virgen con el torso
desnudo y un pequeño demonio se alimentaba de la sangre que emanaba de sus
pechos. Cruces de madera se intercalaban con estrellas de cinco puntas. En
altares improvisados en el piso, ardían velas rojas, negras y verdes.
–Pase –me dijo–,
siéntese.
–¿Qué vio anoche,
Micaela? –le pregunté, yendo al grano.
–Una nube –me
dijo, mientras preparaba un té. Yo le hice señas como diciéndole
que a mí no me prepare nada–. Una nube oscura que emergía de la tierra. Se retorcía y se mezclaba en sí misma. Toda la
cuadra se cubrió de un manto de podredumbre. Todos lo deben haber notado.
Algunos habrán pensado que fueron las cloacas; otros, algún animal muerto. Pero
era la nube. Yo realicé el pentagrama y miré por la ventana… y ahí estaba
usted, agitando el caño contra la nube.
–Yo no vi nada,
Micaela.
–No todos ven.
Buscan paz. La buscan en donde se los invite a entrar. No es bueno que abra el
negocio de madrugada, Don Manuel.
–Ni empedo,
Micaela. Después de lo que pasó anoche, ni empedo.
La vieja se quedó pensando.
Se levantó del sillón, se acercó a la ventana y corrió la cortina para ver hacia afuera. Después volteó, tenía el entrecejo fruncido. Se la notaba
preocupada.
–Además de la
gente que ya no está ¿vio a alguien más?
–¿Cómo, si vi a
“alguien más”?
–Sí. ¿Vio a
alguien que aún esté vivo?
–No ¿por?
–Por nada, Don
Manuel. Si no vio a ningún vivo todo está bien. Todo va a andar bien en el barrio.
Después de eso me
fui a mi casa. Pasó un tiempo desde que estas cosas sucedieron. Hace meses espero un desenlace que aún no sucede. No sé bien qué es, pero sé que algo oscuro y siniestro va a pasar.
Después de todo, nunca le dije a la Micaela que esa noche había visto a Soledad
atendiendo la caja.