–Se murió –dijo.
Desde el asiento trasero
Mariela pudo notar el sonido del tambor de encendido y los movimientos de Juan
intentando darle arranque, pero el auto en verdad estaba muerto. Mariela sintió
calor, bajó la ventanilla y sintió la brisa fresca de la noche ingresando al
auto. Cerró los ojos y dejó que el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto
la acunara. El murmullo de los insectos y alimañas del monte la envolvió por
completo.
–¿Qué pasó? –preguntó
Carla, despertando en el asiento del acompañante.
–No sé. Se murió –atinó
a decir Juan.
Cuando completaron la
curva divisaron un paisaje que los dejó atónitos. Cien metros por delante un
automóvil se encontraba estacionado con las puertas abiertas. Sobre el asfalto
había un bulto atravesado. Carla se tapó la boca, ahogando un grito de terror.
–¿Es un cuerpo?
–preguntó Carla.
–No sé. Puede ser.
Parece que hubo un accidente –contestó Juan.
El auto se fue
deteniendo sobre la banquina con la última reserva de inercia que le quedaba.
El cielo veteado de nubes descubrió la luna por completo y la claridad fue
avanzando como una mano gigantesca que acariciaba el monte. Cuando la claridad
se derramó sobre la ruta, el panorama que se abrió delante de ellos se tornó
aún más aterrador. A veinte metros del auto con las puertas abiertas se
encontraba otro auto detenido. Diez metros más adelante otro, luego otro y
otro. El auto detuvo su marcha. Quedaron a treinta metros del auto que
tenía las puertas abiertas. El extraño bulto sobre el asfalto dejó de ser una
incógnita: era un cuerpo.
–Parece que hubo un
accidente, y groso –dijo Juan.
–Está lleno de autos
–agregó Mariela, como si ese detalle le preocupara–. Acá pasó algo grave
–agregó.
El cementerio de
automóviles, con un cadáver tirado sobre la ruta a modo de prefacio, se
extendía hasta donde la claridad nocturna permitía ver. Mariela se estremeció
en su asiento. Aquellos autos estaban tan muertos como el auto de ellos. Un
pensamiento siniestro atravesó su alma como un ave de alas frías y filosas: “así
debió empezar para todos ellos”. De repente se dio cuenta de algo que terminó
por horrorizarla: los sonidos del monte habían desaparecido. Pero algo le
resultaba aún más extraño: los insectos no se habían llamado a silencio,
temerosos por la presencia de extraños. No. Fue como si el propio lugar se
hubiese vaciado de todo vestigio de vida.
–Esto es grave –dijo
Juan–, parece un choque en cadena.
–No –antepuso Mariela–,
esto no fue un accidente.
Mariela agarró la manija
del levantavidrios y comenzó a girarla con desesperación hasta que el cristal
se topó con el marco de la puerta.
–Voy a ver qué pasó
–dijo Juan.
–Yo te acompaño –propuso
Carla.
–¡No! –suplicó Mariela–.
¡No salgan, por favor!
–Vamos a ver qué pasó
allá adelante –le dijo Juan–. Quedate tranquila.
Carla se soltó el
cinturón de seguridad, abrió la puerta y se puso de costado, bajando las
piernas, como suelen hacer los ancianos o las personas obesas para bajar de un
vehículo. Su panza de ocho meses y medio limitaba todos sus movimientos.
Juan avanzó hacia el
auto. Carla lo siguió muy despacio por detrás, permitiendo que le saque una
notable distancia. Mariela pudo ver a Juan extraer del bolsillo del pantalón su
teléfono celular y golpearlo varias veces contra la palma de la mano. “También
está muerto” pensó Mariela. Juan caminó muy despacio sin mirar al frente,
miraba su teléfono muerto golpeando sobre su mano. Cuando llegó a dos metros
del cadáver, todo cambió. Se detuvo y permaneció petrificado durante varios
segundos observando el cuerpo. Estiró su brazo hacia atrás exhibiendo la palma
de la mano hacia Carla.
–¡Al auto! ¡Volvé al
auto!
Una sombra irrumpió
desde los matorrales derribando a Juan sobre la ruta. Luego se sumó otra y otra
más. Carla comenzó a gritar llevándose las manos a la cara, pero no pudo
moverse. Desde el auto, Mariela pudo observar a Carla contraerse en espasmos
producto del llanto y de los gritos de terror. Un charco comenzó a dibujarse alrededor de sus pies.
Una sombra avanzó junto
al auto en donde aguardaba Mariela. Cuando pasó frente a la ventanilla la vio
con claridad. Eran animales, pero no cualquier animal. Eran leones. Otro animal
pasó por delante del auto con la cabeza a gachas en dirección a Carla. Mariela
solo pudo soltar un grito de angustia que se ahogó en el rugido de las bestias.
Carla solo tuvo tiempo
de darse vuelta. Uno de los leones saltó apoyando sus enormes patas en los
hombros de Carla y clavando sus dientes en el cráneo. Carla cayó de espaldas
sobre la ruta. Mariela lloraba dentro del vehículo mientras veía como las
bestias desgarraban y despedazaban a su amiga. Uno de los leones comenzó a
desgarrar su vientre y a mover la cabeza como si fuese un cachorro jugando con
un muñeco de trapo. La bestia que tironeaba de su vientre comenzó a retroceder
arrastrando un pedazo de Carla por la ruta: se llevaba el cuerpo del no nacido.
Mariela creyó ver movimientos en los brazos de la criatura. Se tapó los ojos y
lloró hasta que sus energías se lo permitieron. De pronto, en un intento
desesperado por detener aquella locura, bajó del auto, cerró los ojos y gritó
con todas las fuerzas que quedaban en ella:
–¡¡¡Basta!!!
El rugido de los leones
desapareció. El sonido de los insectos del monte regresó. La frescura de la
noche envolvió su rostro transpirado. Mariela comenzó a relajarse entre jadeos,
exhausta. A través de sus párpados notó encenderse las luces de la ruta, sintió
los motores de los autos. Escuchó los gritos desesperados de personas que la
llamaban. Abrió los ojos y vio pasar un vehículo a toda velocidad. Miró hacia
la banquina y vio a Carla y a Juan que la llamaban con desesperación. Sintió un
fuerte rugido a sus espaldas, pero no era un león, no era el rugido de ningún
animal conocido, era un rugido que iba creciendo a cada segundo. La sensación
fue la de cincuenta toneladas de metal que se le vinieron encima.