Aquel verano en que nació Martita, la vieja muda apareció en el
barrio. Era flaca como su sombra, arrugada como los pliegues que la arena forma
en el desierto; la gente la esquivaba, no porque la despreciara, sino por el
terror que infundía su mirada. Primero le alquiló una pieza al flaco Luis,
hasta que fue echada del lugar. El flaco nunca quiso hablar sobre las razones
que lo motivaron a arrojar a la vieja y su hija a la calle, lo aterraba
hacerlo.
Una tarde, cuando el sol caía a plomo sobre
los techos de chapa, vino Luisa con la noticia sobre la muerte de la hija de la
vieja. La vieja había recogido a la nena en la ranchada que los pibes de la
calle tenían en la vieja estación de trenes. La había criado como hija propia durante
más de un año. Todo el barrio concurrió al velorio, la velaron en la sociedad
de fomento. La vieja se sentó en una silla de madera al lado del cajón, con las
manos cruzadas sobre su vientre, como si le doliera, y lloró toda la noche.
Lloró solo con sus ojos, pues era muda. La vieja palmeaba, en un sentido
agradecimiento, cada mano que se apoyaba en su hombro. Al clarear el día, solo
le quedaba su carro desvencijado y la caja con los cuatro mil pesos de la
colecta. Después del entierro, la vieja
se esfumó, como si nunca hubiese existido.
El barrio entero llegó a pensar que la
vieja fue una triste alucinación colectiva. Pero eso fue hasta el día de hoy.
Anoche, en un barrio vecino, una vieja muda
recién llegada al lugar, veló a su hija recogida en los basurales de la ribera.
Lloró toda la noche sentada en una silla de madera. Hoy, después del mediodía,
partió del cementerio sin dejar más rastros que un cadáver fresco en una tumba fría
y una silla con su vieja ausencia. Solo se llevó su carro desvencijado y la
lata con los cinco mil pesos que las mujeres del barrio habían recolectado compungidas.